Jaime Obando, el pintor aflorado

El artista plástico Jaime Obando cumple el trajín de las luciérnagas, aparece en la práctica de embeberse escenas corpóreas de su suelo natal, se humedece de irrealidades, chismes, forasteras fábulas, parábolas, apólogos, mitologías del poblado y chuscas historias que no las sabía, para luego sosegado, liberarse apareciendo o reapareciendo en estancias de nuestra América, simiente del realismo mágico. Asoma de pronto en la ciudad donde nació, y como relámpago descarga su albor; al punto, empaca su espátula recubierta con las rarezas del eterno croquis de esta Ciudad que a la que Siempre se Vuelve, para prontamente como en otras veces, dejar abrazos y pañuelos empapados que se amontonan en el tuétano de la amistad.

Candela la mirada y sonrisa del artista, pero más fogón y caldera es su pecho, en el están metidos amigos con los que asistió a la escuela hace más de seis décadas, y otros de su barriada, teatro en el que adiestraron cientos de picardías guaguas, trastiendas, burlas, bromas, chascos, integridades, inocencias, candideces que se las lleva hasta cuando seamos polvo.

El pintor Obando es un soplo de Dios, un imaginario que reviste un capirote de bohemia fina, y que en estas semanas asentó su taller en los altos de la heladería de Doña Rosalía Suarez, para consumar el irrevocable designio de creador. Allí están en un orden desordenado pinceles, acrílicos, bocetos, y esas ánimas que hacen perder la chaveta a los pintores: los lienzos, níveos, coquetos, desafiantes, provocadores, insulsos, salerosos. Otros que se cimientan bosquejados, algunos con universos por terminar, y los de inspiración diaria, cabeceando mansos, avenidos a las últimas pinceladas del maestro.

No hablaré ahora de su estilo, tampoco diré nada de su trayectoria como dibujante y retratista, hasta descuido referir que cursó la Escuela de Artes de la Central, o que frente a él posaron personalidades del mundo, inaudita mi cabeza que se resiste a contar haber visto una reciente obra que comprime la ibarreñidad, presentes allí, la tropicalidad de este suelo que no olvida al Sindicato Marañón y añorados rincones donde aún sin vivir existen sus amigos.