Urgencia de un liberalismo radical

Liberalismo Radical es un análisis político de la situación económica global y la urgente necesidad de rescatar un verdadero liberalismo


Un manifiesto°
El éxito ha convertido a los liberales en una élite autocomplaciente.
Es hora de reavivar el espíritu del radicalismo.

El liberalismo ha creado el mundo moderno, pero este se le está volviendo en contra. Europa y los Estados Unidos están en plena rebelión popular en contra de las élites liberales, a quienes se percibe como egoístas e incapaces de resolver los problemas de la gente de a pie —o renuentes a hacerlo—. En el resto del mundo, un cambio de veinticinco años de extensión en favor de la libertad y el libre mercado se está revirtiendo al tiempo que China, a punto de convertirse en la mayor economía del mundo, demuestra que hay lugar para la prosperidad de las dictaduras.

Para The Economist, esto es profundamente preocupante. Este periódico se creó hace 175 años para promover el liberalismo; no el progresismo de izquierda de los cámpuses universitarios estadounidenses ni el ultraliberalismo de derecha evocado por los periodistas de actualidad franceses, sino un compromiso universal con la dignidad individual, el libre mercado, el gobierno limitado y la fe en el progreso humano que surgieron del debate y la reforma.

Nuestros fundadores quedarían atónitos si vieran la vida actual en comparación con la pobreza y la miseria de la década de los cuarenta del siglo XIX. La expectativa de vida mundial durante los últimos 175 años ha aumentado de poco menos de treinta a más de setenta años. La proporción de personas que viven por debajo del umbral de la extrema pobreza ha caído desde alrededor del 80 % al 8 %, mientras que el número absoluto se ha reducido a la mitad, aun cuando el total de personas que viven por encima de ese umbral ha aumentado de alrededor de 100 millones a más de 6500 millones. Por su parte, la tasa de alfabetismo creció más de cinco veces desde entonces hasta superar el 80 %. Los derechos civiles y el estado de derecho son muchísimo más robustos de lo que eran hace apenas unas décadas. En muchos países, las personas tienen la libertad de decidir cómo —y con quién— quieren vivir.

Esto no es todo obra de los liberales, por supuesto. Pero mientras el fascismo, el comunismo y la autarquía fracasaban a lo largo de los siglos XIX y XX, las sociedades liberales prosperaron. De una u otra forma, la democracia liberal llegó a dominar Occidente, desde donde comenzó a propagarse al resto del mundo.

Laureles sí, pero no descanso

Sin embargo, las filosofías políticas no pueden vivir de sus glorias pasadas: también deben prometer un futuro mejor. Y es en este punto que la democracia liberal se enfrenta a un desafío amenazador. Los votantes occidentales han comenzado a dudar que el sistema esté trabajando por el bien de ellos o que sea justo. En sondeos del año pasado, apenas el 36 % de los alemanes, el 24 % de los canadienses y el 9 % de los franceses consideraron que la próxima generación podría llegar a vivir mejor que la de sus padres. Solo un tercio de los estadounidenses menores de 35 años consideran fundamental vivir en democracia, y el porcentaje de personas que recibiría de buen grado a un gobierno militar aumentó del 7 % en 1995 al 18 % el año pasado. Según la ONG Freedom House, las libertades civiles y los derechos políticos han caído globalmente durante los últimos doce años. En 2017, 71 países perdieron territorio, y solo 35 lo aumentaron.

En contra de esta corriente, The Economist todavía cree en el poder de las ideas liberales. Durante los últimos seis meses, hemos celebrado nuestro 175.o aniversario con artículos, debates, podcasts y películas en línea que exploran cómo responder a los críticos del liberalismo. En este número, publicamos un ensayo que es un manifiesto por el renacimiento del liberalismo: un liberalismo para la gente.

En este ensayo, se expone la forma en que el Estado puede trabajar más duro por los ciudadanos por medio de una reestructuración de los impuestos, la seguridad social, la educación y la inmigración. La economía debe liberarse del poder creciente de los monopolios corporativos y de las restricciones al planeamiento que impiden a las personas acceder a las ciudades más prósperas. También instamos a Occidente a que refuerce el orden liberal mundial mediante un poderío militar mejorado y alianzas renovadas.

Todas estas políticas están diseñadas para lidiar con el problema central del liberalismo. En su momento triunfal posterior a la caída de la Unión Soviética, perdió de vista sus propios valores fundamentales. Y es con esos valores que debe comenzar el renacimiento del liberalismo. El liberalismo surgió a finales del siglo XVIII en respuesta a la agitación ocasionada por la independencia de los Estados Unidos, la revolución en Francia y la transformación de la industria y el comercio. Los revolucionaros insisten en que, para construir un mundo mejor, primero debemos hacer trizas el que tenemos delante. Por su parte, los conservadores sospechan de todas las pretensiones revolucionarias de tener la verdad universal. Buscan preservar lo mejor de la sociedad por medio de controlar el cambio, por lo general, bajo una clase gobernante o un líder autoritario que “sabe lo que es mejor para todos”.

Un motor de cambio

Los verdaderos liberales sostienen que las sociedades pueden cambiar gradualmente para mejor y que ese cambio se produce de abajo hacia arriba. Se distinguen de los revolucionarios en que rechazan la idea de que debe obligarse a los individuos a aceptar las creencias de otro. A su vez, difieren de los conservadores en que afirman que la aristocracia y las jerarquías —en realidad, cualquier concentración de poder— tienden a convertirse en fuentes de opresión.

Por lo tanto, el liberalismo nació como una cosmovisión inquieta y perturbadora. Sin embargo, a lo largo de las últimas décadas, los liberales se fueron poniendo demasiado cómodos con el poder. En consecuencia, perdieron el apetito de reforma. La élite liberal gobernante se dice a sí misma que preside una meritocracia saludable y que se ha ganado sus privilegios. Pero la realidad no es exactamente así.

En el mejor de los casos, el espíritu competitivo de la meritocracia ha traído una extraordinaria prosperidad y gran cantidad de nuevas ideas. En el nombre de la eficiencia y la libertad económica, los gobiernos han abierto los mercados a la competencia. La raza, el género y la sexualidad nunca han sido un obstáculo menor al progreso que ahora. La globalización ha sacado de la pobreza a cientos de millones de personas en mercados emergentes.

Aun así, los liberales en el poder se han resguardado con frecuencia de los vendavales de la destrucción creativa. Las profesiones cómodas, como la abogacía, están protegidas por reglamentaciones fatuas. Los profesores universitarios disfrutan la titularidad de sus cargos al tiempo que predican sobre las virtudes de las sociedades abiertas. Las financieras se evitaron lo peor de la crisis financiera cuando se usó el dinero de los contribuyentes para salvar a sus empleados. El objetivo de la globalización era generar ganancias suficientes como para ayudar a los perdedores, pero muy pocos de ellos han visto la recompensa.

En muchas formas distintas, la meritocracia liberal es cerrada y autónoma. Según un estudio reciente, en el período 1999-2013, las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos habían aceptado más estudiantes de familias en el 1 % de los hogares con más ingresos que del 50 % de los hogares con menores ingresos. Entre 1980 y 2015, las matrículas universitarias en los Estados Unidos aumentaron 17 veces más que los ingresos medios. En las cincuenta áreas urbanas más grandes del mundo se concentra el 7 % de la población mundial y se produce el 40 % de la riqueza. Pero las restricciones al planeamiento dejan afuera a muchos, sobre todo a los jóvenes.

Los liberales en el gobierno están tan obsesionados con mantener el statu quo que se han olvidado de cómo es el radicalismo. Recuerde la forma en que, en la campaña para convertirse en presidente de los Estados Unidos, Hillary Clinton ocultó su falta de grandes ideas detrás de un mar de ideas pequeñas. Los candidatos a líder del partido laborista en Gran Bretaña en 2015 no perdieron ante Jeremy Corbin debido al deslumbrante talento político de este, sino a su propia e indiscutible insipidez. Los tecnócratas liberales elaboran ingeniosos parches para las políticas, pero permanecen notablemente distanciados de las personas a las que se supone que deberían estar ayudando.
Esto crea dos clases: los hacedores y los que reciben lo hecho; los pensadores y aquellos por los que se piensa; los que diseñan las políticas y los que las acatan.

Los cimientos de la libertad

Los liberales han olvidado que su idea fundacional es el respeto cívico por todos. En nuestra centenaria nota editorial, escrita en 1943, en plena guerra contra el fascismo, se expuso este punto mediante dos principios complementarios. El primero es la libertad, que “no es solo justo y sabio, sino también rentable… permitirles a las personas hacer lo que quieren”. El segundo es el interés común, que la “sociedad humana… puede ser una asociación que busque el bienestar de todos”.

La meritocracia liberal de nuestros días no se encuentra cómoda con esa definición inclusiva de la libertad. La clase gobernante vive en una burbuja. Van a las mismas universidades, se casan entre ellos, viven en las mismas calles y trabajan en las mismas oficinas. A su vez, se espera que la mayoría de las personas, lejos del poder, estén satisfechas con la creciente prosperidad económica. Sin embargo, en medio de la austeridad fiscal y el estancamiento de la productividad que siguieron a la crisis financiera de 2008, hasta esa promesa se ha roto más en más de una ocasión.

Esta es una de las razones por las que se está degradando la lealtad a los partidos convencionales. Los conservadores ingleses —quizá el partido político con más éxito de la historia— ahora recaudan más dinero de las herencias de los muertos que de las donaciones de los vivos. En la primera elección en la Alemania unificada, en 1990, los partidos tradicionales recibieron más del 80 % de los votos, mientras que el último sondeo les da apenas el 45 %, en comparación con un total del 41,5 % entre la extrema derecha, la extrema izquierda y el partido ecologista (los Verdes).

Las personas se están refugiando en identidades grupales definidas por la raza, la religión o la sexualidad. En consecuencia, el segundo principio —el interés común— se ha fragmentado. La política de la identidad es una respuesta válida a la discriminación, pero a medida que las identidades se multiplican, la política de cada uno de los grupos choca con las del resto.

En lugar de producir concesiones útiles, el debate se convierte en un ejercicio de la indignación tribal. Los líderes de la derecha, en particular, explotan la inseguridad suscitada por la inmigración como una forma de granjearse apoyo. Y utilizan argumentos petulantes de la izquierda acerca de la corrección política para alimentar la sensación de sus votantes de que se los está menospreciando. El resultado de esto es la polarización. A veces, eso lleva a la parálisis; otras, a la tiranía de la mayoría. En el peor de los casos, envalentona a los autoritarios de la extrema derecha.

Los liberales también están perdiendo la discusión en el ámbito de la geopolítica. El liberalismo se extendió durante los siglos XIX y XX primero en el marco de la hegemonía naval británica y, después, del ascenso económico y militar de los Estados Unidos.

En la actualidad, en contraste, la democracia liberal se repliega mientras Rusia juega al sabotaje y China afirma su creciente poderío global. Sin embargo, en lugar de defender el sistema de alianzas e instituciones liberales que crearon después de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos lo han estado descuidando —e, incluso, durante la presidencia de Donald Trump, atacando—.
El impulso de retirarse está basado en un malentendido. Tal como señala el historiador Robert Kagan, los Estados Unidos no pasaron del aislacionismo de entreguerras al compromiso de posguerra para contener a la Unión Soviética, como se suele creer. En cambio, tras ver la forma en que el caos de los años veinte y treinta alimentaron el fascismo y el bolchevismo, sus estadistas de la posguerra llegaron a la conclusión de que un mundo sin un líder era una amenaza. En palabras de Dean Acheson, un secretario de Estado, los Estados Unidos ya no podían sentarse “a esperar en la sala con una escopeta cargada”.

En consecuencia, la ruptura de la Unión Soviética en 1991 no hizo que, de pronto, los Estados Unidos estuvieran a salvo. Sin el apuntalamiento de las ideas liberales en el mundo, la geopolítica corre el riesgo de convertirse en el ámbito de una lucha de poderes y áreas de influencia con el que lidiaron los estadistas del siglo XIX. Lo cual terminó en los cenagosos campos de batalla de Flandes. Incluso si se mantiene la paz actual, el liberalismo sufrirá a medida que el creciente miedo al extranjero arroje a las personas a los brazos de los populistas y los forzudos.

Es el momento de reinventar el liberalismo. Los liberales necesitan pasar menos tiempo desestimando a sus detractores por tontos e intolerantes y más arreglando lo que está mal. El verdadero espíritu del liberalismo no es la autopreservación, sino el radicalismo y la disrupción. The Economist se fundó para promover el rechazo a las leyes de los cereales, mediante las que se impusieron aranceles aduaneros a las importaciones de granos a la Gran Bretaña victoriana. En nuestros días, eso parece una pequeñez, hasta cómico. Pero en la década de los cuarenta del siglo XIX, el 60 % del ingreso de los obreros fabriles se destinaba a la alimentación, y un tercio de esto se gastaba en pan. Este periódico se creó para representar a los pobres contra los terratenientes que cultivaban maíz. Hoy, con la misma visión, los liberales tienen que ponerse del lado del precariado en aprietos y en contra de los patricios.

Deben redescubrir su creencia en la dignidad individual y la autosuficiencia —y refrenar sus propios privilegios—. Deben dejar de mirar con desprecio al nacionalismo y, en cambio, reclamarlo y llenarlo con su propio orgullo cívico inclusivo. En lugar de depositar el poder en ministerios centralizados y tecnocracias irresponsables, deben transferirlo a las regiones y municipalidades. En lugar de tratar la geopolítica como una estrategia de suma cero entre las grandes potencias, los Estados Unidos deben recurrir a la autorreafirmante triada conformada por su poderío militar, sus valores y sus aliados.

Los mejores liberales siempre han sido pragmáticos y adaptables. Antes de la Primera Guerra Mundial, Theodore Roosevelt se enfrentó a los ladrones de guante blanco que dirigían los grandes monopolios estadounidenses. Si bien muchos de los primeros liberales temían el gobierno del pueblo, recibieron la democracia con los brazos abiertos. Después de la Gran Depresión de los años treinta, reconocieron que el papel del gobierno en el manejo de la economía es limitado. En parte para forzar el fin del fascismo y el comunismo después de la Segunda Guerra Mundial, los liberales diseñaron el estado de bienestar.

Los liberales deberían abordar los desafíos actuales con igual vigor. Si logran imponerse, será porque sus ideas son inigualables en cuanto a su capacidad para propagar la libertad y la prosperidad. Los liberales deberían agradecer las críticas y abrirse al debate como fuentes de nuevos pensamientos que reavivarán el movimiento. Deberían ser audaces y estar impacientes por reformar. Los jóvenes, sobre todo, tienen un mundo que hacer propio.

Cuando The Economist se fundó hace 175 años, el primer editor, James Wilson, prometió “una fuerte competencia entre la inteligencia, que impulsa hacia delante, y una ignorancia tímida e indigna que obstruye nuestro progreso”. Renovamos nuestro compromiso con esa disputa. Y les pedimos a todos los liberales en todas partes que se unan a nosotros.

Artículo publicado por la revista The Economist, Reino Unido. En su 175 aniversario.
° The Economist,