Alan Cathey Dávalos | [email protected]
Como tantos otros regalos que desde aquella Grecia clásica hemos recibido, y que forma el sustrato fundamental de la cultura occidental, como la filosofía, la lógica y el pensamiento científico, nos transmitieron también su culto a la competencia y al esfuerzo, a través de los diversos Juegos que se celebraban en el mundo griego, como un recuerdo de su épica historia, y los juegos funerarios celebrados en honor a sus héroes.
Juegos funerarios
La Ilíada, cantada por los aedas y rapsodas, de memoria, un medio milenio antes de que fuera escrita, describe los juegos funerarios que Aquiles ofrece, por la muerte de su amigo Patroclo, que resultan ser muy parecidos a los que en el 776 AC, se celebran en Olimpia, con las competencias de carros de guerra, carreras pedestres que se median en “estadios”, un circuito de 192 mts, que se recorría dos veces, equivalente a la actual prueba de los 400 mts planos, o los 25 estadios, algo menos de los 5000 mts que hoy se corren. También se competía lanzando el disco y la jabalina, y en lucha y boxeo, con una dura prueba llamada “pancracio” cuyo significado sería “poder total”. La prueba en la que se consagraba al mejor de los Juegos, era el pentatlón, una combinación de pruebas en la que el vencedor de tres de las 5, era el rey de los juegos.
Institucionalidad de los Juegos
Es presumible que la narración que la Ilíada nos trae acerca de los juegos funerarios, sea el relato de una práctica normal de un pueblo guerrero, que homenajeaba así a sus héroes caídos, y que a lo largo de los siglos que van desde aquella narración, hasta el 776 DC, se continuó practicándo, pues la condición de cultura guerrera entre los los griegos se mantuvo vigente durante ese tiempo. Lo importante, el cambio decisivo que se da en ese momento, es la institucionalización de un ritual, pues los Juegos tienen una indudable connotación religiosa y mística. Se vuelven predecibles en el tiempo, al establecerse que cada 4 años se celebrarán, y así sucede, por mil doscientos años, del 776 AC al 393 DC.
No al paganismo!
Ese año, son prohibidos por el emperador Teodosio, dentro del marco ideológico de un cristianismo que buscaba afirmarse, volverse el único poder religioso en los fragmentos de un Imperio Romano en plena disolución, con la eliminación absoluta de cualquier recuerdo o manifestación del mundo greco romano antiguo, pagano y vital, demasiado orientado al mundo material y a la realidad, enfrentado a la propuesta mística que se propone, desde la naciente iglesia, la mínima importancia de lo material de este mundo, frente a la oferta de trascendencia espiritual para una vida eterna, en otro plano.
¡Vade retro, Satanás!
Para la visión de esa Iglesia, el culto griego a la estética, y su veneración por la belleza corporal, que se expresa en las maravillosas esculturas de los grandes artistas clásicos, Praxíteles o Licipo, era un reto y una ofensa a su cosmovisión, en la que la exhibición del cuerpo humano era una exaltación de la lujuria, pecado al que tan fácilmente sucumbían los fieles, incluidos los monjes, que permanentemente mortificaban sus carnes para apagar las mundanas voces de Satán, el tentador demonio, que siempre a través de Eva, buscaba alejarlos del paraíso y conducirlos a la perdición.
En el año 408 DC, los emperadores Teodosio II y Honorio, gobernantes de las 2 partes del Imperio Romano, el de Oriente y Occidente, respectivamente, ordenaron la destrucción de los templos y sitios sagrados paganos, y en 426, los templos y edificios de toda naturaleza, fueron incendiados por este frenesí preinquisitorial en Olimpia, que poco antes había sido saqueada por los invasores bárbaros, poniendo fin a una milenaria época.
Del Olimpo a la Olimpiada
Los más célebres Juegos del mundo griego, pero en forma alguna los únicos, fueron los que se celebraban en Olimpia, de donde se origina su nombre, y de Olimpo, el monte que está a poca distancia de la ciudad, y que, dentro de la mitología griega, se considera la morada de los dioses. La cronología de la civilización griega empieza a contarse en adelante, con la referencia a la Olimpiada en que ocurre un acontecimiento, como lo harán más tarde el cristianismo, con un antes y un después de Cristo, el Islam, con la fecha de la hégira, o Roma, con la mítica fundación de la ciudad.
Los Juegos, además de alinearse con aquel carácter agonal y competitivo de los griegos, cuya legendaria incapacidad para la unidad será causa de su decadencia, pues nunca se logran establecer como un Estado unificado, sino como una multitud de ciudades-estado contendientes y enfrentadas, son expresión de ese espíritu, pero también de la identidad que, subterránea y oculta generalmente, tiene la cultura griega, en torno a sus dioses, a sus mitos, a su lengua y a sus héroes y valores.
La Tregua Olímpica”
Solo podía competir en la Olimpiada quien se pudiera expresar en griego. Solamente los hombres podían participar en ellos, pero las mujeres lo hacían entre sí en otros Juegos. Como los conflictos entre las ciudades eran lo habitual, se establece la “tregua olímpica”, un período que permitía a los competidores y a los espectadores, ir y regresar de Olimpia, sin ser molestados, so pena de castigo divino a tal afrenta a los dioses, y la exclusión para poder participar en los Juegos futuros. Para los griegos, el respeto a la tregua no admitía subterfugios ni excepciones, pues nunca se podría engañar a los dioses.
El mundo helénico
La expansión de las colonias griegas por el Mediterráneo, que llevó el helenismo al sur de Italia, a Sicilia, al sur de Francia, fundando ciudades que perduran hasta hoy, Tarento, Neapolis, la Nápoles de hoy, Siracusa y Agrigento, en Sicilia, Marsella, en fin, todas las cuales hallan en Olimpia y en los Juegos, su identidad helénica única, que los define como griegos, más allá del origen particular de su ciudad. Incluso Roma, que ve en Grecia la fuente de su cultura, participa en los Juegos, antes y después de la conquista de Grecia.
Competidores de fuste
El prestigio de los Juegos Olímpicos alcanza tal nivel, que algunas de los personajes más extraordinarios de ese mundo, participan en ellos. Filipo II de Macedonia, el fundador del Imperio Macedónico, padre de Alejandro, participa y gana en tres oportunidades, las carreras de carros, uno de los
espectáculos más prestigiosos de los juegos. Alejandro se corona también vencedor en esa prueba. No necesariamente la fama es una garantía de habilidad o capacidad, como lo demostrará el emperador Nerón en 67 DC, participando en la carrera de carros, no con la cuadriga, los 4 caballos que era la norma para la prueba, sino con un tiro de 10 caballos, algo como un Ferrari contra un Fiat 600. En el transcurso de la prueba, se cayó del carro, por lo que todos los competidores debieron detenerse por seguridad, la suya obviamente, pues de haber ganado la prueba, difícilmente hubieran sido coronados, pues obligatoriamente Nerón era el ganador de cualquier competencia, desde las carreras al teatro o a la poesía.
Los jueces lo declararon vencedor, por supervivencia, y a su regreso a Roma, Nerón celebró en toda regla un Triunfo, de aquellos destinados a los grandes vencedores en las guerras romanas.
A la muerte de Nerón, sus victorias y coronas fueron revocadas, pues ni el emperador podía engañar a los dioses. Es de justicia histórica el que hoy suceda algo parecido con quienes intentan, a través de la química y las drogas, obtener alguna ventaja artificial sobre los demás contrincantes. Son numerosos casos ya, en que vencedores de pruebas olímpicas hayan sido despojados de sus medallas y han sido prohibidos de competir. En la raíz de lo que llamamos “juego limpio”, está el antiguo respeto a los dioses, en cuyo honor se celebraban los Juegos, y que nuestro mundo ha hecho extensivo a los competidores.
Resurrección
Durante medio milenio, los Juegos Olímpicos quedaron en suspenso, hasta que al barón Pierre de Coubertin se empeñó en recuperar la antigua tradición. En 1894, se crea, tras una reunión internacional auspiciada por la Sorbona, con representantes de 11 países, el Comité Olímpico Internacional, que será el encargado de la organización de la primera Olimpiada moderna, muy apropiadamente en Grecia, en Atenas. Un magnate griego asume los costos de remodelar el Panathinaikos, el estadio de Atenas, donde se celebrarán las competencias atléticas de pista y campo. El estadio es el único del mundo construido en mármol. La primera Olimpiada contó con una concurrencia reducida, como cabía esperar.
Un valioso homenaje
Apenas unos 200 deportistas del mundo llegaron a la cita inaugural, pero la semilla fue creciendo con cada evento, en participantes y asistentes, hasta los 10 mil deportistas que hoy participan regularmente en los Juegos, y los centeneras de millones que los admiran por televisión, además de quienes repletan los escenarios para verlos en directo. El más emotivo momento de aquella Olimpiada, fue posiblemente la realización de una prueba de resistencia que no existía en las Olimpiadas griegas históricas, pero que quiso honrar un episodio extraordinario de su historia, uno sin el cual la historia de Grecia, y probablemente nuestra propia historia, habrían cambiado de forma profunda. Se trata de la victoria griega en la batalla de Maratón, donde contra todas las predicciones, las fuerzas griegas derrotan a los invasores persas y los obligan a huir del campo, salvando a Atenas de la destrucción.
Cuenta la historia que, tras la victoria, pide el comandante griego que un mensajero vaya a Atenas para informar a la angustiada ciudad, del triunfo alcanzado. Filípides, un guerrero conocido por su velocidad, es el encargado de llevar las buenas nuevas, y lo hace con un esfuerzo tan extraordinario, que, tras recorrer los 42 km que separan a Maratón de Atenas y pronunciar una sola palabra, “Nike”, ante los expectantes atenienses, cae muerto.
Es en este episodio el que se inspira el COI para la realización de una prueba, a la que llama Maratón, como recuerdo y homenaje a ese momento. Sería, con propiedad un griego el vencedor de esa primera Maratón, un campesino con escaso o ningún entrenamiento, Spiridon Louis, quien repite la hazaña de Filípides, dos milenios y medio más tarde, sin nada que lamentar en esta oportunidad.
Un enorme espectáculo.
Sin duda, los Juegos se han convertido en uno de los grandes espectáculos mediáticos de un mundo ávido de éstos, en un momento en que el entretenimiento es la demanda más extendida por el mundo. Desde su reinicio, en 1896, incluyendo la actual de París, se han celebrado 30 Olimpiadas. Deberían haberse celebrado 33, pero la de 1916 no se celebró, pues ese año estaba en pleno curso la I Guerra Mundial, situación que se repitió con la II, en 1940 y 1944. Hubo también el atraso de la Olimpiada de 2020, por la pandemia del COVID, que obligó su postergación para el año siguiente en Tokio.
La inocencia perdida
Mucho de la inocencia y el romanticismo que rodeó al origen de los Juegos modernos, se perdió, entre las exigencias tecnológicas de las transmisiones, las presiones que, desde lo económico y político se ejercen sobre el COI para la adjudicación de las sedes, que por el prestigio de los Juegos se convierten en unos enormes imanes turísticos mientras se están desarrollando los Juegos, que dejan grandes beneficios a las sedes. Estas presiones se dan también sobre los deportistas, quienes saben que pueden tener un futuro lucrativo en sus especialidades, lo que prácticamente ha eliminado el carácter amateur que era una parte esencial del credo olímpico original. Los costos que implica una preparación al más alto nivel, única posibilidad para poder competir con alguna oportunidad de ganar, han alcanzado niveles imposibles de afrontar a título personal, lo que demanda auspicios muy importantes del Estado, Universidades o empresas, con lo que el amateurismo queda fuera de juego. El otro aspecto que fuera fundacional para el Barón de Coubertin, era el de la separación absoluta de los Juegos, de temas ideológicos y políticos, entendiendo con claridad que ese riesgo, podía llevar a su fin al noble ideal que Coubertin propusiera. En buena medida, esto se cumplió razonablemente hasta 1936, en la Olimpiada de Berlín.
La politización
La inauguración de esta, fue aprovechada por el nacionalsocialismo alemán, como un escaparate para exhibición de los logros del régimen, una demostración de un nacionalismo exaltado hasta el límite, con desfiles marciales y el despliegue de la iconografía nacionalsocialista, las banderas de la cruz gamada, las águilas y los retratos de Hitler por doquier. La gran frustración de los Juegos, fue, para Hitler, ver erigirse como la figura de los mismos, no a un superhombre ario alemán, sino a un norteamericano negro, Jesse Owens, que se alzó con las medallas de oro en todas las pruebas en que compitió, los 200 mts, el salto largo, el relevo corto, y en especial, en la prueba reina del atletismo, los 100 mts planos. Las victorias de Owens serían la refutación más perfecta, en propia casa, de las teorías racistas preconizadas por el nacionalsocialismo.
Escaparate de modelos
Esas Olimpiadas pusieron de relieve la pasión que el deporte es capaz de despertar, y claro, el uso político que de esta pasión se puede aprovechar. Después de la II Guerra Mundial, ya con la Guerra Fría en marcha, los Juegos se vuelven de a poco en un nuevo escenario para demostrar y dirimir superioridades entre los países participantes y sus ideologías, ante el supuesto de que unas u otras producirían, como si de manzanas se tratase, deportistas superiores. El medallero olímpico se volvió el termómetro del éxito o fracaso del sistema, al menos durante el transcurso de los Juegos. Muere el hombre, nace el mito.
Los atletas dejaron de ser personas, para ser transformados en símbolos y héroes de sus respectivos países y sistemas, desvirtuando el sentido profundo del esfuerzo individual, y de los enormes sacrificios para alcanzar esos niveles de capacidad, que cada deportista, al margen de los organismos burocráticos que se han apropiado del significado del deporte, realiza día a día, por su decisión, su voluntad y su pasión.
El horror en Múnich
La Olimpiada de Múnich, en 1974, vería como las deformaciones mentales que producen la ideología y el fanatismo, llegaban a su horror máximo, con el ataque terrorista de la OLP, a la delegación israelí, asesinando a varios de los deportistas en sus alojamientos en la Villa Olímpica. Jamás entendieron, ni les importó, el sagrado, aunque lejano, origen de una tradición varias veces milenaria, aquel que imaginó los Juegos como un momento y un espacio de paz y de unión, como una tregua para que todos se enfocaran en la belleza, la habilidad y el coraje que unos competidores decididos, dejaban en los escenarios de sus hazañas. Fue ciertamente un triste momento para el olimpismo. Luego vendría el boicot de los Juegos de Moscú, y su represalia en la de Los Ángeles, clara demostración de la lucidez de Coubertin, que 100 años antes, entendió el riesgo mortal que para los Juegos implicaba la politización.
Ridícula Cena en el Sena
Ahora, en París, nuevamente el fantasma de la política apareció, en la representación que se hizo de un tema que, más allá del gusto o mal gusto, de la intención de ofensa o no, se trataba de algo totalmente fuera de lugar, al no tener nada que ver con el deporte o con el espíritu de los Juegos. Estos son, y deben mantenerse así, un encuentro de deportistas unidos por su pasión. Dejemos que, al menos cada cuatro años, nos podamos, como esos griegos de antaño, reunir en paz, en la tregua sagrada que estos significaron.
Alan Cathey Dávalos | [email protected]