Zoila Isabel Loyola Román
Gaceta Cultural .Loja
En mi tierra, Loja, hay una gran devoción a san Antonio, san Toñito o san Tuquito, como tan castiza y cariñosamente lo llamamos los lojanos. Es patrono del amor, del sosiego, de las causas perdidas, de las solteronas sin esperanza.
A la entrada de la Iglesia de San Francisco lo encontramos al milagroso santo, bien guardado en una vitrina de vidrio con protecciones de hierro. Llama la atención a los devotos y a los curiosos la cantidad de cintas rojas que se ven amarradas en las rejas del altar, con fotos, flores, oraciones, acrósticos y poemas escritos en papeles perfumados.
Hombres y mujeres de edad casadera llegan especialmente en los primeros días de junio, hasta el día 13, que es el onomástico del santo, a encender velas, a dejar limosna o rezarle novenas, con la esperanza de que les conceda el milagro de casarse con el pretendiente anhelado. Compran estampas, medallas o el “bulto” con la imagen del santo de los amores imposibles y los colocan de cabeza o “patas para arriba” porque, según la leyenda, es esta la posición para recibir el beneficio de casarse.
Todo esto lo sabía la niña Rosita, que vio languidecer de amor a sus tres tías solteronas pidiéndole al santo bendito y milagroso, el sosiego para sus ardores de pasión, y nunca lo consiguieron.
Las vecinas del barrio la llaman “Niña Rosita” y bajito, y entre dientes. O cuando ella no está presente, le dicen “La solterona”, porque nunca le conocieron novio. Las vecinas no saben que en la vida de Rosita hubo ese amor que mata y que da vida, que extasía y que deleita y que un buen día se mandó a cambiar de Loja para la U.S.A. en busca del “sueño americano”… Al principio las cartas de amor ardiente llegaban cada semana, después se fueron espaciando y enfriando a la vez, hasta que por fin el amante se hizo humo o se olvidó de su amada.
40, 45, 50… años cumplidos, pasaron volando. La cincuentona estaba sola esa noche en que arreciaba afuera la lluvia y el viento, entongada de pies a cabeza, porque sentía chirinchos por ese frío de Loja en junio, ese frío que cala hasta los huesos; ese frío, que, si no hay un hombre para una mujer que le haga el amor, que la haga arder, ella se hiela, se muere, se acaba definitivamente.
Sentada estaba la niña Rosita en la vieja mecedora frente al televisor, sola y acariciando pacientemente su gordo gato de Angora, esperando que le llegue el sueño.
De pronto algo insólito sucedió en el universo, en la galaxia, en el planeta, en Loja ¡no sé dónde!, pero que sucedió, ¡sucedió! el tiempo empezó a correr tan rápido, desbocándose, saliéndose de su dimensión correcta. Ella no atinaba a asimilarlo todo y de golpe, supo sin pensar que los instantes pasaron fugaces ¿o se detuvieron? y entre uno y otro momento de delirio, alcanzó a ver que san Antonio, el santo que hace mucho tiempo ella misma le había puesto de cabeza, como señal de castigo hasta que le traiga de vuelta al amor de su vida, daba un brinco y luego un volantín de circo, para pararse cabeza arriba frente a ella; y, en tono desafiante decirle:
– Pídeme nomás lo que quieras hoy, que es 13 de junio, justo el día de mi onomástico.
Entre confundida y asustada la niña Rosa miró a su alrededor, pensó primero, y después tartamudeando, dijo muy quedito:
– Con… con… concédeme, que… que mi ga… gato gordo, se convierta en mi lejano e ingrato amado que un día se voló para la Yunai.
Antes de que ella terminara de pedir su deseo más ferviente, san Antonio, a quien le había causado gracia y sorpresa la petición, torciéndose de aguantar la risa, contestó tajante:
– ¡Concedido tu deseo!
Inmediatamente y sin saber de dónde, ante ella estaba un muchachote joven musculoso, aunque bastante pasadito de peso, de esos que tienen todo perfecto y un par de… de los más preciosos ojos azules. Arqueando sensualmente el cuerpo y acercándose peligrosamente hasta refregarse en ella le dice, así como ronroneándole al oído:
– Amor… te vas a arrepentir… de haberme castrado.