Pancho en campaña: CUANDO LA MARIMBA EMPUJA

Imposible seguir el ritmo. Ni siquiera la vista lograba seguir el ritmo de esas caderas

Si el golpe era hacia la izquierda y mis ojos buscado su deleite, pretendían dirigirse hacia la izquierda, llegaban tarde, pues la otra cadera también exigía su presencia y el ritmo hacía que el golpe ya estaba en la derecha. La reacción era seguir hacia el lado del golpe de las caderas de esas mujeres, pero la mirada era demasiado lenta como para seguir sus compases.

Habíamos llegado esa tarde a San Lorenzo. La delegación estaba conformada por apenas 5 personas, Pancho Huerta y nosotros sus 2 acompañantes y los 2 pilotos. La tarde pretendió ser política. Desfile, concentración, discursos, ofrecimientos, palabras dichas casi a gritos, hurras, vivas, y tantos otros sonidos que conforman la parafernalia de una campaña electoral.

Pero al fin, todo quedó atrás y tras una cena con productos del mar, preparados según los más conspicuos cánones de la gastronomía del lugar, nos dirigimos a un local parecido a una cancha cubierta, donde seguramente los jóvenes de la localidad debían contornearse tras una pelota para no quebrarse ningún hueso ya que la cancha era pequeña, llena de huecos en la tierra vista; seguramente algún gobierno debió haberla inaugurado con bombos y platillos y con discursos altisonantes diciendo que eso constituía un aporte al desarrollo del deporte de la juventud. Me causaba risa imaginarme a cualquier presidente o ministro que lo haya hecho, si es que esa noche nos hubiera acompañado.

Aún antes de arribar a ese local, iluminado apenas por un par de focos que languidecían pidiendo un poco más de fuerza eléctrica, la música de la marimba anunciaba la alegría de esa gente, casi todos ellos descendientes del negro Illescas, el que según la leyenda vino a América, desde África, en uno de esos barcos de esclavos, el que de la costa de Esmeraldas decidió sublevarse y promovió un motín, con muertos y heridos que culminó cuando un grupo de esos seres humanos se internó en la selva tropical de la zona y desapreció. Allí en medio de los peligros, de los animales salvajes y de una flora generosa y traicionera, dieron rienda suelta a sus ansias de libertad. Allí permanecieron libres por varios siglos hasta que poco a poco, eso que llamamos civilización fue invadiendo su espacio. Llegó la línea férrea y sobre ella, el tren, el autoferro, el turismo, el comercio, pero nunca la felicidad prometida, a la que siguieron esperando bajo los efluvios de la marimba.

La noche pudo invadir cada rincón del pueblo. A los golpes rítmicos de la madera de chonta, respondían con la cadencia de esos cuerpos morenos y me dejé llevar, intenté que mi cuerpo se dejara invadir por la música y el ritmo y salté a la cancha a bailar. Pretendí integrarme a la marimba, pero, creo que no lo logré. Las risas, mejor dicho, las carcajadas, francas y sonoras de las muchachas presentes, me lo hicieron saber. Creo que jamás podré conseguir la alegría de ese baile, para eso hace falta tener en la sangre esa libertad de vivir sin la amenaza del mañana, esa alegría de saber que se está, simplemente, vivo, sin las complicaciones de la esclavitud urbana.

La melodía salvaje que inventaba la noche duró todo lo que tenía que durar. Disimuladamente, el sol, como un ladrón, se filtró por los altos ventanales, anunciándonos que la hora de la marimba había llegado a su fin. El sudor de los tragos era menor al que sale de los poros de los cuerpos cuando el baile se apodera del alma. A la mañana siguiente, apenas salté de la cama me dirigí a un simulacro de ducha fresca que no logró calmar el fuego de la noche. Al salir encontré a Pancho Huerta, abstemio y madrugador, sirviéndose un suculento ceviche, de esos que solo las mujeres que viven a la orilla del mar suelen preparar. Por supuesto que nosotros también fuimos agasajados con ese espléndido desayuno que intentaba, en vano, despejar nuestra mente. Si alguno de nosotros sintió que su cabeza se partía, no lo mencionó siquiera. Es que la voluntad de continuar la noche se enfrentaba a la agenda del candidato que debía volver a la ciudad y continuar con su gira.

En una desvencijada volqueta, con un motor que más que fuerza tenía la experiencia de los años, pudimos llegar hasta esa abertura en la selva que pretende albergar la carrera de los pequeños aviones que se atreven a posarse en sus huecos y hierbas.

Ágil, a pesar del chuchaqui, el piloto abrió la portezuela de la nave e ingresó. Poco después su rostro nos anunció que no podíamos volver a la ciudad. Los gritos de júbilo de los miembros de la comitiva política se dejaron oír, pues ya pensábamos que el percance nos permitiría quedarnos un día más bajo el manto de la marimba, pero la realidad fue peor que la imaginada. Ironía del descuido humano, el piloto había dejado encendida una pequeña lámpara al interior de la nave, la que había consumido la energía de las baterías. Ahora debíamos empujar… si… empujar el pequeño avión, tal como se hace cuando la batería del carro se agota, empujarlo con nuestros brazos y corriendo tras la nave a lo largo de la pista. Tras la sorpresa y la incredulidad, una sonora carcajada antecedió a arremangarnos nuestra noche de marimba, y empezamos a hacerlo…
Autor: Fausto Jaramillo Y.