El ‘dilema’ de la opinión pública

El pensamiento libre, los debates argumentados, auténticos y, por cierto, la crítica y la opinión se han entendido casi siempre como derechos, y más aún como virtudes de las sociedades. Son notas distintivas de su grado de civilización y manifestaciones de que la gente ejerce dignidad.

Pero desde la perspectiva del poder, y cada vez con más frecuencia, todo eso es…un problema. Es la piedra en el camino de los proyectos de nominación. Es la gran incomodidad. Es la ciencia que no deja dormir, la voz que hay que callar, la propuesta que jamás cabe. Es lo contrario de la aspiración de aprobación unánime, de alabanza eterna de aplauso incansable.

Y por todo eso, claro hay que ocuparse de la libertad de pensamiento como de un problema, un error y un efecto. Hay que cargarle de permisos y suturarle de sanciones. Hay que inventar sistemas que le sofoquen. Hay que ejercer el poder controlador y a hacer de la autoridad, no el garante de las libertades, sino el gendarme que sentencie lo que se debe decir y lo que se debe callar, porque el poder ya descubrió la verdad, ya santificó la ética, la estética ya está consagrada y ya escribió la única versión posible de patriotismo.

Si alguna virtud tiene la democracia -la verdadera- es que permite competir. Para competir, hay que pensar, analizar, discutir, difundir. Lo contrario a ese sistema abierto de críticas, propuestas y discrepancias racionales, es el monopolio de la verdad. La ausencia de pensamiento alternativo y la extensión de la tolerancia como virtud cívica y mandato legal aseguran la consolidación, casi divina, del pensamiento oficial; la imposibilidad de contrariarlo, la identificación de la verdad como un proyecto político coyuntural, y la confusión de la ética con un catecismo ideológico.

Lo peor es prohibir hasta la confusión de la ética con un catecismo ideológico. Lo peor es prohibir hasta la posibilidad de equivocarse en ejercicio de sus libertades, en suma, que decidan por él su destino.

El tema es de fondo, porque la democracia se basa en la opinión pública formada, que existe y prospera solo cuando hay libertades, garantías, tolerancia; cuando la propaganda no sustituye el pensamiento; cuando es posible decir sin miedo lo que se piensa y lo que se cree; cuando hay sensores que califiquen ni gendarmes que persigan; cuando el ciudadano pueda leer prensa socialista o liberal, cuando los medios estén al servicio del pueblo y la verdad y no al mercantilismo, cuando no hay secretos, ni temas vedados, cuando no hay temores que obliguen a callar, ni sentimientos que hagan de la obediencia una forma de servidumbre.

Entonces, habrá democracia y no electoralismo de graves acontecimientos. Es el preludio de una democracia vaciada de contenido, suplantada por las formas electorales. Es el prefacio de un largo silencio.