Asalto al Capitolio

Con el torso desnudo, tatuado profusamente el cuerpo, con gorro de piel coronado por cuernos de vacuno incursionó junto a centenares de personas belicosas que produjeron

No era invasión de bárbaros a la usanza de siglos pasados, como podía suponerse o escenas de una película, sino turbas que atacaron hace pocos días el Capitolio, símbolo de la democracia y la libertad. Esas imágenes fueron impactantes e increíbles.

En este caótico escenario, se volvió elocuente la escena protagonizada por otro sujeto que logró ingresar al despacho de la Presidenta de la Cámara Baja y, en actitud grotesca, tomó asiento en el sillón de su escritorio, en el que puso los pies calzados, sin el menor respeto para la majestad de esa esencial función.

Nancy Pelosi, frente a estas escenas propias de un país tercermundista pero no de esa gran potencia con instituciones sólidas y hasta ejemplares, solicitó la destitución del saliente presidente Trump, acusándolo de propiciar tales desaguisados.

Desde el 20 de enero, Joe Biden tiene tareas complejas: recobrar la imagen de los Estados Unidos como el líder mundial sustentado en valores y principios de solidez permanente; curar las heridas ocasionadas por la inconsecuencia y el fanatismo; unir a la población peligrosamente fragmentada; resembrar y cultivar simientes de armonía y prosperidad; corregir desaciertos imperdonables; evitar la acción de infiltrados de potencias totalitarias que pugnan por consolidar su expansionismo a nivel planetario.

Con lo perpetrado en Washington D.C., los autócratas encontraron material para alentar su proselitismo. Felizmente, la propia democracia entraña mecanismos para corregir errores y salir avante de las turbulencias que le acechan.