Las pérdidas

ROSALÍA ARTEAGA SERRANO

“Hay golpes en la vida, tan fuertes..¡ Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma…”. Así nos dice el poeta peruano César Vallejo en su poema ‘Los Heraldos Negros’.

Los versos vienen a la mente y pugnan por abrirse camino entre los labios, cuando una tras otra se suceden las desapariciones de los seres queridos, primero la de mi tío Guillermo, hermano de mi madre, quien nos alentaba en la colección de las estampillas raras, que estimulaba nuestra imaginación con las historias de los sellos y de las monedas, el de las vacaciones en la hacienda de mi abuela. Ya no está el tío Mingo, el que jamás dejaba de llamarme por mi cumpleaños.

A semana seguida, Alfredo, tampoco está con nosotros. Ya no sentimos su alegría reflejada en la guitarra con la que entonaba las canciones románticas de la época de la adolescencia, de las fiestas, las escapadas, las eternas conversaciones y los juegos, las visitas desde la capital a la Cuenca en la que transcurrían nuestras vidas, alguna que otra vacación compartida y los encuentros en la casa de los abuelos paternos.

La memoria, con los vericuetos laberínticos en los que acostumbra a aparecer cuando se producen los acontecimientos, vuelve atrás, deja por un momento las premuras de lo que hacemos día a día, para ceder su espacio a la nostalgia, a las nostalgias diríamos, a las que se pierden en las remembranzas y nos dan cuenta del tiempo transcurrido.

“…Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; o los heraldos negros que nos manda la muerte”. Son esos, los heraldos negros, los que se llevan a los seres que queremos, a los insustituibles, a los que marcaron nuestro entorno familiar y nos hicieron lo que somos, a los que comparten la sangre, los afectos, las historias. Ya no están, se llevan parte de nuestra memoria, de nuestro ser.

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