La cárcel amarilla

Autor: Fausto Jaramillo Y. | RS 70


¡Qué de cosas extrañas suceden en nuestra América Latina.! Al sur del río Bravo una inmensa extensión de terreno está habitada por pueblos y naciones con muchas cosas compartidas: una naturaleza similar, de un verdor inimaginable, tierra feraz y productiva, un mismo idioma, un mismo origen indo – español, y posiblemente un destino similar. Es decir, la historia nos une, y el futuro nos unifica; sin embargo, nos empecinamos en el presente en separarnos y lo que es más grave: en desconocernos.

El viaje
Así pensaba yo, cuando por esas cosas extrañas, me encontraba volando desde Quito a San José, la capital de Costa Rica. Hasta ese momento poco o nada conocía yo de aquel país centroamericano. Los planes de estudio del Ministerio de Educación daban cabida a análisis y estudios de la historia de países y pueblos lejanos, pero olímpicamente desconocen la de vecinos y amigos. Todo esto me venía a la mente mientras debía hacer dos transbordos: el primero en Bogotá, y el segundo en la Isla de San Andrés en el Atlántico colombiano. Llegar a Costa Rica, era más difícil que arribar a cualquier ciudad de los Estados Unidos o de Europa.

El vuelo desde Quito a Bogotá apenas duró 75 minutos, pero allí debí esperar más de 5 horas para tomar el segundo avión. Aquí empezó mi asombro: la nave en la que debía volar a San Andrés era un avión de carga; apenas un compartimiento en la parte de atrás de la nave acomodaba unas 15 filas de pasajeros.

El viaje nos tomó algo más de una hora hasta arribar a un aeropuerto en construcción, por lo que todavía no brindaba todas las facilidades a los viajeros, a pesar de que aquella isla dice ser un paraíso para los turistas. En tierra permanecimos unos 30 minutos antes de proseguir hasta San José, ciudad a la que llegamos tras otros 45 minutos de vuelo y cuando la oscuridad de la noche se había apoderado de los cielos.

La sede del encuentro
En los días siguientes debí permanecer en una finca, alejada de la ciudad a más de dos horas de viaje, al interior de la floresta centroamericana. Era un hermoso lugar apto para que congresos y reuniones puedan llevarse a cabo sin las interrupciones propias de los centros urbanos. Claro, tenía el inconveniente para personas como yo, de que no podíamos conocer la ciudad, a pesar de los inmensos deseos de hacerlo, pues, en mi caso, era la primera vez que la visitaba, y no tenía la menor idea si volvería a hacerlo.



A conocer San José
Afortunadamente, la reunión terminó un día antes de lo previsto y pudimos ganar tiempo al tiempo y salir a recorrer las calles, avenidas y almacenes de la capital de los ticos.
Los rayos del sol penetraban con fuerza a través de la ventanilla del taxi en el que recorría las calles de San José. El centro de la ciudad me deparó la primera sorpresa, y creo que, sin temor a equivocarme, a definir el espíritu de su gente: el edificio más importante de San José y creo que del país, no es el Palacio de Gobierno, tampoco es la Catedral ni algún cuartel militar; ni siquiera alguna ruina arqueológica; no, lo más importante es el Teatro Nacional, una verdadera joya arquitectónica de la ciudad, centro del arte, de la cultura, de lo social y de la política, En sus instalaciones se realizan los mejores conciertos, exposiciones, concurso de belleza y tantas actividades como la cultura de su pueblo lo demande, y hasta los cambios de Gobierno.

En suma, el Teatro Nacional dice a las claras que, para los ticos, lo principal, lo que ocupa el primer lugar entre sus objetivos y aspiraciones, lo que define su personalidad como nación, es la cultura, no el espíritu guerrero, ni las conquistas, ni siquiera la economía; no, para ellos la cultura representa el ideal de su futuro. El frontispicio de estilo romano, del Teatro Nacional, mira a una pequeña plazoleta, en la que, en otro de sus costados, se levanta el Palacio Nacional sede del gobierno. Muchas personas, me decían con orgullo que desde cuando don José Figueres, fue presidente en la década de los 50, todos los presidentes bajan a dicha plazoleta a tomar un refresco o un café y conversar con sus amigos sin los despliegues de seguridad que se ven en otras capitales de Latinoamérica y hasta en Europa. La gente al reconocer a su mandatario no hacia otra cosa que saludarle con respeto y seguir con sus tareas.

Pero no es únicamente el aspecto físico lo que llama la atención del turista o visitante, lo más importante es el aire de libertad que allí se respira. Fue, precisamente, el presidente Figueres el que disolvió el ejército de Costa Rica, manteniendo, eso sí, una guardia nacional o policía que cuide de la seguridad interna del país. Ese solo hecho permitió a Costa Rica, años más tarde, sortear toda la serie de catástrofes y calamidades que acompañaron a la guerra civil que sufrieran casi todos los países de Centro América. La diferencia estaba a la vista.

Allá, en la colina
En una colina, apenas un poco más alta que la ciudad, cuando más descuidado me encontraba, un edificio enorme, pintado con los más estrambóticos colores, violentos, agresivos, que en nada correspondían a la arquitectura del edificio, ni al medio circundante, me rompió los esquemas. Me asaltó la curiosidad y no pude más que pedirle al taxista que parara un momento. Debía conocer, aunque fuera en su exterior, aquella mole de cemento, larga y extensa como el muro de un antiguo castillo europeo, que había sido construido en medio de la vegetación. En realidad, había sido antiguamente una prisión, la habitual morada de pillos y delincuentes.

Seguramente edificado a finales del siglo diecinueve y principios del veinte, cuando los conceptos políticos imperantes obligaban a los gobiernos a encerrar en esos lúgubres «hoteles» a quienes osaban transgredir las leyes o rebatir su autoridad. Tras esos muros deben haber vivido o muerto, según sea el cristal con que se mire, verdaderos enemigos de la sociedad y otros que apenas eran enemigos de los abusos de las autoridades.

Con el paso del tiempo y de las ideas esa prisión había cambiado el objeto de su existencia, de lugar de dolor y muerte a un edificio de alegría y vida. Era un parque para la educación. Allí funcionaba el “Palacio de los niños” una institución educativa, pero era también un centro recreacional, biblioteca, museo y no sé cuantas otras cosas, todas ellas dedicadas a la formación integral de la niñez de ese país.

Sin ejército, Costa Rica daba muestras de preocuparse más del futuro que pensar en el pasado.