Imaginando a Loja en la Colonia

Una detallada visión de Loja en la Colonia y su importancia en la Región

Antes de la llegada de los españoles, el lugar donde se erigiría la ciudad de Loja, en el Sur del Ecuador, ya había sido objeto de la mirada subjetiva, plasmada en el nombre que le habían dado los invasores Incas: Cusibamba (“Llanura amena”) lo llamaron, con complacencia, refiriéndose sin duda a las bonitas vegas de los dos ríos y al verdor de las suaves colinas que circundan el valle.

La historia registra una serie de descripciones y apreciaciones, emitidas por lojanos y extranjeros en torno a Loja, desde sus inicios. Ellas pretendían ofrecer una imagen justa del aspecto urbano de la ciudad, o de su ubicación, su clima, sus pobladores. Algunas eran breves, otras extensas, pero, como es lógico, tras todas ellas subyacía una intencionalidad determinada, una subjetividad.

Alonso de Mercadillo

Al fundar la nueva ciudad en el valle de Cusibamba, en 1548, y al asignarle un nombre español, el andaluz Alonso de Mercadillo quiso afirmar la autoridad y el poder del conquistador. A la vez, Mercadillo deseaba sin duda honrar su propio lugar de origen (en la provincia de Granada), como era costumbre entre los conquistadores. Al denominar “Loja” a la nueva ciudad, el fundador quizás imaginó a futuro una especie de ciudad hermana, complementaria, del poblado que dejó atrás.
Situado cerca de Archidona y de la joya andaluza, Granada, la Loja origina estaba como escondida, en un angosto valle, entre cerros áridos. Durante el dominio árabe, se llamaba Lawsa y, cuando fue reconquistada por los cristianos en 1486 pasó a ser conocida como Loxa, y finalmente Loja. La Reina Isabel la Católica le dio el calificativo de “Flor entre espinas”, en alusión a la belleza de esa villa de casas bonitas y huertas verdes, entre peñascales.
En la plazoleta de San Francisco de la Loxa/Loja ecuatoriana se levanta una estatua ecuestre en honor de Alonso de Mercadillo.
Juan de Salinas y Loyola

Juan de Salinas y Loyola (de probable origen vasco), compañero de armas de Mercadillo y cofundador de Loja, redactó un informe dirigido al Rey Felipe II (“Relación y descripción de la ciudad de Loxa”, 1571), en el que es posible apreciar su satisfacción con respecto a esa nueva ciudad que él ayudó a establecer: El dibujo urbano como un tablero de ajedrez, la amplitud de las calles que convergen en la plaza central, la sólida construcción y la (relativa) comodidad de las nuevas casas, la manera en que ha ido progresando la ciudad, la fertilidad del entorno, la espaciosidad de los solares en que se levantaron las casas, el privilegio de una huerta adjunta a cada vivienda, aparte de extensos terrenos adicionales que recibieron los primeros colonos.
La imagen que proyecta Salinas es la de una ciudad muy bien ideada y ubicada, donde además era dable vivir muy bien. El mensaje implícito era que se trataba de una verdadera ciudad, bien ordenada y planificada, destinada a seguir creciendo y prosperando con la llegada de nuevos colonos. Es la exaltación de la ciudad como eje de la nueva sociedad, como centro del poder, en consonancia con una tradición heredada de los romanos, que los españoles implantaron en el Nuevo Mundo.
He aquí un breve extracto de esa relación: “La traza de dicha ciudad es muy buena, porque va en cuadra formando la plaza, de la cual salen las calles muy derechas y anchurosas, de más de treinta pies; las más largas corren de norte a sur, como está dicho corre el propio valle […]. La ciudad es pequeña pero tiene partes y fertilidad de asiento y tierra para ir de gran aumento […]. Los materiales necesarios para ello [la construcción] tienen en abundancia. Lábranse los cimientos de piedra y lo demás de adobes, ladrillos, tapias. La cubija solía ser de paja; vanse ya cubriendo de teja y mejorando todos los edificios. Las dichas casas y edificios no son con tanta suntuosidad, más de que se puede vivir muy bien y aposentar muchos huéspedes, que tengan edificados dos o tres cuartos altos y bajos algunos de ellos”.

Agrega Salinas que las casas de los primeros colonos de Loja se construyeron en solares de buen tamaño, de “ciento cincuenta pies en cuadro” cada uno, asignados por el Cabildo. Según su testimonio, cada colono obtuvo conjuntamente terrenos de alrededor de cien fanegas (“cien hanegas las tierras y a más y a menos”), o dicho en medidas actuales, unas sesenta hectáreas. Por añadidura, varios de esos vecinos recibieron inmensos territorios bajo la figura de la encomienda. Señala Salinas que la ciudad, aunque todavía pequeña, estaba bien servida por artesanos de diversa especialización: herreros, herradores, sastres, zapateros, plateros, fabricantes de sillas de montar y de pólvora y armas. Afirma que la ciudad tenía suministro de alimentos de toda clase: mieses, frutas, carne; asimismo, una “abundancia de todo género de miel de la propia tierra” y de artículos traídos de ultramar, como vino, vinagre y aceite; aparte de eso, llegaban de fuera, para el comercio local, mercancías tales como hierro, paño, seda, terciopelo, holanda. Elogia una vez más la bondad del clima en el valle de Loja y dice que allí no había mosquitos ni sabandijas ponzoñosas.

Ésta es una de las relaciones más interesantes que se han escrito sobre Loja. Su autor habla desde la experiencia y la convicción y con la autoridad de quien ha dirigido los destinos del Loja por mucho tiempo. Fue Corregidor (el cargo administrativo más importante) de Loja en tres ocasiones, entre 1557 y 1578, además Gobernador de Yahuarzongo, Bracamoros, Jaén, Zamora, Loja y San Miguel de Piura.
Salinas fue seguramente el personaje más prominente y poderoso entre todos los primeros españoles que residieron en Loja. Un gran monumento ecuestre, erigido hace no muchos años en honor del explorador y colonizador Juan de Salinas, adorna una de las entradas a la Puerta de la Ciudad.

Pedro de Cieza de León,
y Antonio Vásquez de Espinosa

Por su parte, el cronista Pedro de Cieza de León, oriundo de Extremadura, dejó una detallada descripción de Loja y sus alrededores, que es como una oda al paisaje, al clima y a la actividad agropecuaria de esa región. Cito a continuación lo que dice Cieza de León en el capítulo LVI de su minuciosa y ponderada Crónica del Perú (1553).

“El temple [clima] de esta provincia es bueno y sano; en los valles y riberas de los ríos es más templado que en la serranía; lo poblado de las sierras es también de buena tierra, más fría que caliente […]. En los valles y llanadas de riberas de los ríos hay grandes florestas y muchas arboledas de frutas de las de la tierra y los españoles en este tiempo han ya plantado algunas parras y higueras, naranjos y otros árboles de España. Críanse en los términos [alrededores] de esta Ciudad de Loja muchas manadas de puercos de la casta de los de España, y grandes hatos de cabras y otros ganados, porque tienen buenos pastos y muchas aguas de los ríos que por todas partes corren, los cuales abajan de las sierras y son las aguas de ellos muy delgadas; tiénese esperanza de haber en los términos de esta ciudad, ricas minas de plata y oro, y en este tiempo se han descubierto ya en algunas partes; y los indios, como ya están cubiertos de los combates de la guerra y la paz, son señores de sus personas y haciendas, crían muchas gallinas de España, y capones, palomas y otras cosas de las que han podido haber. Legumbres se crían bien en esta nueva ciudad y en sus términos”. Esta atractiva visión de esa comarca se refiere como de pasada pero con toda intención a las minas de metales preciosos, las cuales en poco tiempo más darían la provincia de Loja gran renombre en el mundo hispano. Esa referencia del cronista constituye a la vez una especie de anzuelo para tratar de atraer más colonos hacia esas tierras.

Otro documento interesante, que corrobora la visión casi idílica de Loja que ofrecieron Salinas y Cieza de León, es una descripción precisa y cuidadosa de dicha ciudad y su entorno inmediato que consta en “Compendio y descripción de las Indias Occidentales,” del andaluz Antonio Vásquez de Espinosa. Este reputado cronista, que recorrió gran parte de Hispanoamérica, desde México hasta Chile, había visitado Loja en 1614. La describió en estos términos: “Hállase la Ciudad de Loja […] en el camino real de Quito a Lima y a todo el Reino del Perú […] en valle grande y fértil, entre dos ríos con excelentes aguas que acarrean arenas de oro. El clima es primaveral; se dan dos cosechas de trigo al año y de hecho lo plantan en todo tiempo gracias a su clima igual; también crece el maíz, patatas y mucha clase de frutas, así del lugar como traídas de España”. Es digno de nota que también este cronista alude a la existencia de oro en los dos ríos del valle.

“Nobleza Conocida”

Parece ser que una característica de la élite lojana, a fines del Siglo XVII, era la presunción de nobleza, como se puede inferir de una carta al Rey, de 1669, firmada por varios lojanos influyentes. Esa misiva se refería a un remate del cargo de regidor de Loja, adjudicado a un vecino llamado Agustín González, un ciudadano común y corriente. En ella se cuestionaba la baja cuantía del remate y se denigraba la supuesta plebeyez de González, “pues su Majestad tenía ordenado que sirviesen y ocupasen estos oficios hombres nobles y de calidad”. Los firmantes del escrito en cuestión eran miembros de las familias para ese entonces ya muy adineradas e influyentes en la sociedad lojana: Los Pacheco, Tinoco de Mercado, Sotomayor, Vandeira y otros. Por cierto, el Rey confirmó en su puesto a Agustín González.

Un buen número de los corregidores de Loja ostentaban títulos nobiliarios tales como Caballero de la Orden de Santiago o de Calatrava, o mayorazgos. Otros tenían credenciales más mundanas, como capitán, general, bachiller, licenciado o doctor, y aun doctor en ambos derechos. Algunos presumían de pureza de sangre, tal el caso de Joseph Francisco de Aguilera y Gamboa (1683), de cuyos ascendientes dijo un testigo que “todos eran hijodalgos de ilustre sangre, limpios de toda mala raza de moros, judíos y penintenciados, y no eran descendientes de ninguno de los conquistadores de Indias”. Este comentario por un lado revela una opinión poco favorable sobre los primeros españoles que llegaron a este continente y conlleva una afrenta a los criollos, descendientes de esos conquistadores; por otro, significa una reivindicación un tanto sospechosa de la limpieza de sangre. Tales afirmaciones de pureza de sangre provenían, con frecuencia, de sucesores de conversos.

En un informe de 1765 del corregidor Ignacio Checa se decía que en Loja había un número relativamente alto de familias “de nobleza conocida”. Tal observación podría haberle parecido, a alguien de fuera, una un tanto petulante. De hecho, el corregidor que sucedió a Checa, el andaluz Don Manuel de Daza y Fomiyana (o Fuminaya), que había venido de Lima, cometió el grave error, entre otros desaguisados, de afrentar a los miembros del Cabildo y a la clase pudiente lojana, acusándoles precisamente de no ser nobles, pues “a esta provincia no vienen de España sino grumetes, hombres de oficios viles y plebeyos declarados […], todos tienen tan ruines orígenes.”

Tal ofensa no era sino un ataque apenas velado a la procedencia sefardí de numerosos lojanos, en opinión de Ricardo Ordóñez Chiriboga.

Él señala que las voces “vil, ruin, infame, de oficios viles, de vilísima condición y de origen ruin, en el lenguaje general fueron, desde la Edad Media hasta bien entrada la Edad Moderna, expresiones reservadas a los judíos, a su trato, a sus oficios y a sus ocupaciones”. En cuanto al vocablo “grumete”, éste podría interpretarse como un simple agravio más, queriendo decir “rufián”.

La otra posibilidad es que Manuel de Daza hubiera usado aquí dicha palabra en el sentido preciso de aprendiz o ayudante de marinero.

Si fuera así, entonces posiblemente apuntaba a los vascos y a los criollos de ancestro vascongado que vivían en Loja, pues los vascos, aparte de pescadores, siempre tuvieron reputación de grandes marineros, inclusive corsarios y piratas.

En reacción a la ofensa del corregidor recién llegado, el liderazgo lojano se querelló con él. Consiguientemente,

Daza fue sentenciado a la pérdida del cargo, pago de los perjuicios ocasionales y confiscación de sus bienes. Parece ser que, aparte de la andanada anti semita y quizás también anti vasca del forastero, influyó en la fuerte protesta lojana el hecho de que el nuevo corregidor trataba de monopolizar el negocio de la cascarilla, que en ese entonces era el producto fundamental de la economía local y cuya comercialización estaba en manos de las principales familias de la ciudad.

Curiosamente, este ex corregidor permaneció por un tiempo en la Provincia, dedicado ni más ni menos a ese negocio, pues en 1767 las autoridades lojanas le embargaron sus bienes cuando él vivía en Gonzanamá, y le encontraron en su posesión la nada despreciable cantidad de 19 petacas de la corteza de Loja.( Alfonso Anda Aguirre,. Corregidores y servidores públicos de Loja.)

Población

El 20 de enero de 1748 hubo un fuerte sismo que causó mucho estrago en la capital. Parece ser que, como consecuencia de ese terremoto, se produjo un éxodo significativo de pobladores hacia los pueblos y las haciendas.

Esto explicaría la extrañeza que sintió el oidor quiteño Rumaldo Navarro, que había estado en Loja unos doce años después del sismo, cuando seguramente la recuperación de la ciudad no estaba muy avanzada, y que dijo lo siguiente en un informe enviado al Rey de España: “La ciudad está bastante deteriorada, habiendo sido una de las principales que se fundaron en la Conquista.

Se computa el número de habitantes de todas clases, en que hay mucha distinguida nobleza, en nueve mil almas. De éstas, viven muchas familias, y las más todo el año, en las haciendas y pueblos, dejando la ciudad, que muchas veces parece desolada”.

Por otro lado, el científico colombiano Francisco José de Caldas, que había hecho observaciones nada lisonjeras sobre Quito y Cuenca y que estuvo en Loja en 1805, encontró a esa ciudad pequeña, deprimente, melancólica, de calles angostas y sucias, con “casas medio arruinadas”, e imaginó el tamaño de su población, a ojo de impresionable y vehemente cubero, en apenas dos mil moradores. ”.

Lo más probable es que, para fines del Siglo XVIII, el total de los moradores de la capital lojana no sobrepasaba los cinco mil.

Escasa población en términos absolutos, sí, pero no fuera de línea en comparación con otras ciudades del Perú y de España por esos años (como Piura, 5.000 habitantes; Segovia, 8.000; o Burgos, 10.000), aunque sí menos que otras ciudades en ascenso del mundo hispánico (25.000 en Quito, 50.000 en Barcelona y 55.000 en Lima).

Instituciones

El informe del corregidor Ignacio Checa sobre Loja, de 1765, alude también a algunas instituciones cívicas y religiosas de la ciudad de Loja, tales como un hospital escasamente mantenido, una cárcel no muy segura, el colegio de la Compañía de Jesús – instaurado en 1727–, las iglesias y conventos de Santo Domingo y San Agustín, y el muy poblado y generosamente dotado monasterio de las monjas conceptas –cuarenta religiosas residentes, originarias de diversos puntos del Corregimiento, y cien mil pesos de capital principal–, que es ahora uno de los museos más destacados de la ciudad.

Cierre

Para concluir, cabe volver a la descripción de la Ciudad Loja que nos legó Pío Jaramillo Alvarado. Aunque temporalmente situada a principios del Siglo XX, esa representación está concebida como una extensión de la Colonia.
Dice el historiador que los buenos tiempos de la explotación y exportación del oro en Zaruma, Zamora y Yahuarzongo, y –después– de la cascarilla, la cochinilla, el ganado y otros productos, “habían creado nuevos ricos, que emplearon su dinero en construcciones de magníficas casas residenciales en la ciudad, y en el campo habían consolidado la economía agraria con la ganadería y los cultivos exportables al Perú”.

Y continúa, con perceptible satisfacción: “La ciudad colonial se había transformado en típica ciudad española, por las nuevas edificaciones particulares, de ventanas enrejadas y floridas, y con el amplio patio lleno de sol y alegría, además del traspatio, para la caballeriza.

De este tipo de casas, a pesar del terremoto, o construidas después de éste, se conservaron hasta las primeras décadas de este siglo XX […]. La vida colonial se prolongó en la Ciudad de Loja, por propia idiosincrasia, protegida por su falta de caminos, como en ninguna otra de la República”. (Historia de Loja y su provincia),