El viejo sentido de la honra

Gabriel Adrián Quiñónez Díaz
Gabriel Adrián Quiñónez Díaz

Pese a la insistencia de los argumentos, a las elucubraciones y a los discursos sobre los derechos. Pese a los alegatos en beneficio de incontables personajes, pese a la jurisprudencia, densa, farragosa y agobiante. Pese a que las leyes se multiplican, cargadas de mala poesía y de peor redacción, y pese a la proliferación de los núcleos de poder que dicen defender a las personas, pese a todo eso, hemos olvidado la dignidad, ese pequeño gran detalle, esa nota distintiva de la humanidad de cada cual.

Hemos aislado el viejo sentido de la honra. Y de ese modo, se ha invalidado el sonrojo y ha caducado la vergüenza.

El contratiempo que vivimos no es solamente político y legal. Es una crisis integral de las instituciones, es la quiebra del Estado de Derechos, es el miedo a mirarse al espejo porque refleja las negaciones y en cada una de las complicidades.

El descalabro es, ante todo, moral. La evidencia está en cualquier noticiero, en todos los diarios y en cada una de las redes. Está en la falta del respeto a la vida, a el escándalo semanal, en el olvido de la decencia, en la ley convertida en referente para ingenuos, en papel mojado que sirve como escudo para esconder las picardías, como argumento contra el sentido común, como negociación de lo que se enseña en la universidad.

Al tiempo que ocurrió el olvido de la dignidad entendida como compromiso, como derecho y, a la vez, como deber, se inició  el con el daño en las instituciones, porque ellas se sustentan en el piso firme de sociedades sensibles, sensatas de la importancia de cada una de las personas y de las instituciones; sociedades en el imperativo moral rebasa el mandato legal; sociedades en que importa el honor y prevalecen las convicciones sobre los pactos, la austeridad sobre los cálculos y la integridad sobre todo lo demás.

No se trata, por tanto, de encontrar remedios legales solamente, porque la ley no sirve si no hay sentido de la dignidad, y sin principios que la anteceden. La norma sin operadores éticos se convierte en mala consejera de la trampa. La norma, sin sabiduría del legislador, es una mentira promulgada.

Esa norma sin operadores éticos se vuelve en mala consejera de la trampa. La norma, sin sapiencia del legislador, es una mentira promulgada. La norma sin jueces de verdad, no sirve para procesar ni la legitimidad ni para alcanzar la justicia.

Se trata de aceptar el verdadero valor de las personas y de las instituciones, de plantearse la responsabilidad que está detrás de cada derecho, y de honrar la liberad.

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