El Saudade de Brasil

“Seu padre toque o sino que é para tudo o mundo acordar
Que a noite es criança, que o samba é minino,
Que a dor é tan velha que pode morrer
Olé, olé, olá…
La tem samba, quem quere sambar,
Que entre na ronda, que mostre o xingado,
Mais muito cuidado…
Não vale chorar”
(Versos de la canción: “Olé-Olá… de Chico Buarque de Hollanda)

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La escritora española María Zambrano, define a la democracia como “ese orden en que no es solo posible, sino es un deber, ser persona” y ese ser persona que parecería una obviedad, en pleno siglo XXI sigue siendo un anhelo truncado y por el que el feminismo, hoy con más fuerza que nunca, trabaja, protesta y lucha para alcanzarlo.
Sin embargo, en este proceso, en el que hay que reconocer, se han logrado avances cada vez en mayor número y en menor tiempo, existen todavía una serie de desafíos que el feminismo debe enfrentar para lograr y garantizar la tan ansiada equidad de género y erradicación de la violencia y que solo se puede alcanzar con un verdadero cambio en las estructuras sociales, económicas, jurídicas y políticas.

No, el Brasil no llora, no puede llorar; aunque sea el país de la esperanza frustrada, de los horizontes más amplios y jamás alcanzados, de las reservas hídricas más inmensas, tanto como las haciendas madereras desvastadas en la amazonía, de la selva infinita y de las tierras secas más inconmensurables, el país más desigual, donde las diferencias sociales son tan grandes que no se alcanzan a mirar, el país de los políticos corruptos e hipócritas; no, Brasil logra llorar.
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VIVA LA LIBERTAD
Allá por la segunda mitad de la década de los años 60 del siglo pasado, apenas había terminado la secundaria, en el internado de un colegio religioso, cuando un fuerte, incontrolable deseo de libertad y aventura me inundó. Quería huir de los claustros físicos y mentales que me habían sido impuestos hasta entonces.
La llegada del avión en horas de la madrugada al aeropuerto del Galeão, no pudo ser más maravillosa. La claridad del día anunciaba desde el cielo la alegría de unos colores magenta, azul y lila, rojo y anaranjado, que silueteaban los perfiles de los “morros” o lomerios sobre los que está construida la ciudad. La luz artificial de las calles, casas y vehículos, rasgaban desde el suelo la cortina negra en retirada. Tras la ventana del avión busqué ansiosamente la figura del Cristo que, desde lo alto del Corcovado, recibe con los brazos abiertos a los visitantes de la antigua capital de Brasil; allí estaba; creo que la imaginé más que, en realidad, pude haberla visto.
Equipaje, filtro de policía de migración, sello en el pasaporte y por fin, el aire caliente de la ciudad se abría ante mí. Estaba listo para mi nueva vida. Me sentía, como supongo deben haberse sentido aquellos exploradores, cuando llegaban a esa tierra desconocida pero que presentían les regalaría la felicidad del descubrimiento y el valor de la conquista. No podía imaginar siquiera, que esa ciudad sería mi hogar por los próximos dos años.
Desde el primer día, me propuse conocerla, recorrerla de pies a cabeza, de sur a norte, de este a oeste. Al fin y al cabo, mi ansia de aventura me desafiaba. Sus playas de arenas blancas y de diminutos bikinis, sus calles de amplias veredas construidas con cubos de mármol crudo, sus “botecos” o “botiquines” con olor a café y a cachaza, sus museos, sus salvajes paisajes, mistura de cerros y playas, de árboles gigantescos y de mar; poco a poco, o quizás muy rápidamente se fueron adentrando en mi pecho. Río de Janeiro, sí, Río, la “cidade maravilhosa”.
A los pocos días encontré una habitación al alcance de mi presupuesto; no estaba ubicada en Copacabana, Ipanema o Leblón, los barrios apetecidos por todos los jóvenes con hormonas alocadas, sino en Botafogo, un barrio de la clase media, pero que, a más de lo barato de su alquiler, desde la ventana de mi cuarto podía mirar el Pão de Açúcar, y a lo lejos Niteroi, la capital del Estado de Guanabara, ubicada frente a Río de Janeiro.

EL PRIMER DESENCANTO
Una de aquellas mañanas en que, al asomarme a la ventana de mi cuarto alquilado, para contemplar el mar, la playa, y el paisaje, pude distinguir varios puntos negros en las aguas de la bahía. Eran, no unos pocos, eran algunos; luego fijándome bien pude distinguir que se trataba de cabezas humanas. ¡Chuta!, pensé ¡qué tenaces estos cariocas, están entrenando natación, desde ahora, para los juegos Olímpicos de Río, 2016! Eso era una demostración de visión futurística y de compromiso y decisión. Las palabras de algún carioca informado me sacaron de mi ignorancia política. Se trataba de los cuerpos, ya sin vida, de varios mendigos que habían sido detenidos por las autoridades que tontas y crueles seguían la inhumana decisión del anterior gobernador del Estado de Guanabara, Carlos Lacerda, de arrojarlos al mar, pues habían cometido el delito de “afear” la ciudad. Brasil no puede llorar; el que lloró fui yo, ya que esa fue la primera desilusión que sufrí del Brasil.
CIUDAD ADENTRO
Apesadumbrado, molesto, rumiando mi rabia, salí de la avenida que circunvala al mar, y me adentré por las calles y plazas.
Desde Botafogo, hacia el norte, se llega a Laranjeiras, un barrio residencial, señorial, centro de la vida de los adinerados que antiguamente debieron suspirar por las formas y costumbres europeas. Allí se halla el Palacio de Itamaraty, ubicado en la avenida Marechal Floreano y signada con el número 196, de esa calle, donde alguna vez había funcionado el Ministerio de Relaciones Exteriores. En uno de los salones de ese palacio los Cancilleres de Ecuador y Perú, firmaron el Protocolo de Río de Janeiro, que cercenó más de 200 mil kilómetros cuadrados de territorio al Ecuador, y donde el Canciller Oswaldo Aranha, del Brasil, dirigiéndose al Dr. Julio Tobar Donoso, tras la firma del documento, nos recomendó que, “primero nos debíamos constituir en un país, antes de reclamar nuestros derechos”.
Claro que, a mí, no me gustó esa frase y por eso, nunca intenté entrar a conocer este Palacio. Cuando caminaba delante de él, apenas si lo miraba de reojo, como exorcizando mi rabia.

LA BISAGRA
Más al norte de la ciudad, la avenida Río Branco marca el centro, o mejor dicho: la bisagra que abre la ciudad en dos: al sur, la de los barrios residenciales de las clases medias y altas, como Copacabana, Ipanema, Leblón, Barra da Tijuca, donde la playa marca la vida y las costumbres; y la del norte, donde las favelas como Meier, Londinha, Rosinha, y tantas otras, sirven de escenario a la sobrevivencia de miles y miles de hombres, mujeres, niños y ancianos, en medio de la droga, la delincuencia y la violencia.
Las favelas no eran, ni son, solo pistas de entrenamiento de carreras de velocidad también son de carreras de resistencia como la Maratón, pues subir los morros, perderse en los vericuetos de su geografía, bajar a medio o a todo gas por las pendientes de las montañas, seguir corriendo, luego volver a subir otro morro y repetir la rutina, puede ser la única forma de escapar de las persecuciones que allí se producen y que pueden terminar en verdaderas masacres.

LA SAMBA SE BAILA MEJOR EN LAS CALLES
En aquellos años de mi añoranza, esta avenida, la Río Branco, era el escenario del desfile de las “Escolas de Samba”, era, por decirlo de alguna manera, el templo mayor, la catedral de la samba popular, en donde los cariocas, especialmente los habitantes de las favelas, anualmente desplegaban y siguen desplegando su inmensa imaginación colorida en carros y comparsas durante 4 días, en los que bailan sin noches ni descanso, en honor al “rei Momo”; mientras los ojos de millares de turistas de todo el mundo se inundan de droga y alcohol, como paso previo a participar (y gastar) en la más grande, majestuosa, desenfrenada y cara fiesta “do mundo” El carnaval carioca.
Años después, a algún funcionario se le ocurrió construir el sambódromo, o sea, el gigantesco estadio, con suites exclusivas, verdaderos departamentos de lujo, incluidos en sus límites laterales, para que los turistas y curiosos paguen verdaderas fortunas para ingresar a presenciar esta fiesta hasta ese momento, popular.
“Seu padre toque o sino que é pra todu mundo acordar / Que o samba é menino / que a noite é criança / que a dor é tan velha / que pode morrer…
La resaca de la fiesta apenas dura el tiempo necesario para que una nueva idea surja en la mente de los líderes de las escolas. Inmediatamente, los “roteiros” son escritos, las manos de cientos de mujeres empiezan la rutina de coser los vestidos para los bailarines y bailarinas, se contratan a los carpinteros, pintores, se compran los materiales y poco a poco, un nuevo carro alegórico, en los patios de la sede social o en los espacios escondidos de un coliseo, se forma para deleite de los vecinos del barrio o de la favela. Es señal que pronto empezarán los ensayos para el próximo desfile.
El año de esa mi primera visita a Río, la televisión a colores transmitía el concurso a la mejor melodía del carnaval que recayó sobre una samba llamada “Tristeza”; claro que era una tristeza especial, pues sus versos adoloridos estaban enmarcados en el ritmo de una frenética melodía. Brasil puede premiar a la tristeza, pero no puede llorar.

EL FÚTBOL SE JUEGA EN LOS ESTADIOS
Los fines de semana estaban, y supongo que están, dedicados a otro rito, al jogo bonito que define el fútbol del pentacampeão do mundo. Para el país llamado Brasil, el fútbol es una religión y cada estadio su templo; los entrenadores son los obispos y los jugadores los sacerdotes. Por eso, cada triunfo es una celebración y cada derrota un mensaje claro de la divinidad de que algo malo está ocurriendo en su cuerpo social.
Desde los lejanos días, allá en los fríos de Suecia, cuando alcanzaron la primera corona de campeones del mundo, los jugadores brasileños hicieron vibrar a su pueblo, lograron que en sus calles y estadios, en los restaurantes y bares, en los omnibuses y charlas de amigos, en los corrillos políticos, profesionales y en la intimidad de los hogares, se olvidara ese dolor profundo que sintiera el país, cuando en 1950, en su propia casa, en el estadio máis grande do mundo, o Maracaná, Uruguay lo venciera y se llevara más al sur la copa Jules Rimet.
En Suecia, en cambio, un jovencito de apenas 17 años, con la magia en sus pies, y otros 10 genios del fútbol, se dedicó a vencer a toda selección que se les pusiera delante y retornaron a casa, a Río de Janeiro, trayendo la tan ansiada copa del mundo.
Claro, en los días en que me hallaba en la ciudad aun brillaba la magia de Pelé, que formando parte de su selección estaba en Inglaterra para refrendar su título de campeón que había alcanzado 4 años antes en Chile. Los otros equipos, especialmente el anfitrión, no estaban dispuestos a permitírselo, y usando toda clase de artimañas, nobles o no, enviaron a Pelé a una clínica a ser atendido de una lesión. Con equipo disminuido, Brasil no logró su objetivo y fue víctima de la tristeza, pero no del llanto.
Para Brasil, cada juego era y es un espectáculo inolvidable, no solo por lo que acontecía y acontece en el gramado de la cancha, sino también por el espectáculo y la danza que escenifican las barras de los equipos desde los graderíos de todos los estadios.
Cuenta la leyenda que Vicente Feola, el mítico gordo entrenador brasileño de 1958, 1962 y 1966, salía a la cancha y luego de decidir su equipo ideal, se sentaba a dormir mientras sus jugadores, dentro del campo, definían los partidos. Luego vendrían los años en que ciertos entrenadores quisieron imponer un juego disciplinado, donde cada jugador cumplía un papel determinado sin permiso para salirse del libreto, perdiéndose la magia, la ensoñación de la pelota que maravillaba al espectador.

LA CIENCIA EN LA UNIVERSIDAD
Las clases en la Universidad comenzaron demasiado pronto: matrícula, horarios, conocer las aulas, las rutas de los ómnibus que me acercaban a ellas, en fin, todo aquello con lo que en esos años dorados era imprescindible poseer para ingresar al mundo de la ciencia.
Con los compañeros y compañeras empezó, para mí, otra vida: estudio, fiesta, seriedad y jolgorio, vida social, cervezas y cachaza, aulas y laboratorios, diálogos y a intentar dominar el idioma. Leer, acudir a espectáculos, a teatros, a cines, a presentaciones musicales, a conocer a los personajes que dominaban la vida cultural y nocturna de una ciudad que no duerme, y fue en ella, en esa vida nocturna de Río de Janeiro, donde comprendí que el llanto del país vive escondido en su música. Desde los “choros” de Heitor Vilalobos hasta la batucada de samba, su música y melodía está cargada de esa nostalgia, de esa saudade, de esa tristeza que define al espíritu brasileiro que canta llorando o llora cantando.
Wanderleia, Wanderlei Cardoso, Agnaldo Rayol, Aldemar Dutra, María Bethania, Nara Leao, Chico Buarque de Holanda, Jair Rodríguez, eran los nombres de los clásicos que contrarrestaban el empuje enorme de Roberto Carlos y su “parceiro” Erasmo Carlos. De pronto, el poeta Vinicius de Moraes atraparía la atención de tirios y troyanos, su “Garota de Ipanema” ocuparía la sensibilidad de cariocas y paulistas, de hombres y mujeres, de católicos y protestantes, de judíos y árabes, de adoradores de Yemanyá y de todos los dioses, todos, absolutamente todos, cayeron (o, mejor dicho, caímos) rendidos ante aquella “Garota de corpo dourado do sol de Ipanema”,
Olha que coisa mais linda
Mais cheia de graça
É ela, menina
Que vem e que passa
Num doce balanço
Caminho do mar
Moça do corpo dourado

Por: Fausto Jaramillo Y.