El pintor de las manos

Eduardo Kingman Riofrío

Gonzalo Sevilla Miño |  [email protected]

Se afirma que una imagen vale más que mil palabras. Es un adagio que se confirma cuando se tiene en un lienzo unas manos que imploran, unas manos que manifiestan dolor o indignación, unas manos que demuestran el duro trabajo al que han sido sometidas.

También hay manos que suplican piedad o compasión. Son imágenes que no necesitan explicaciones ni demostraciones, con solo verlas transmiten las intenciones del pintor que ha sido capaz de, sin decirlo, consigue conmover con eficacia al observador: me estoy refiriendo al más destacado expresionista que tuvo el Ecuador en el siglo XX, don Eduardo Kingman Riofrío, también conocido como el pintor de las manos. 

Filoteo Samaniego, gran escritor ecuatoriano se refirió a Kingman diciendo: “aquellas manos que pintan y son pintadas”; manos “embridadoras del color insurgente…”.

Fue, también, según Sonia Kraemer, uno de los iniciadores del indigenismo que denuncia y critica a una sociedad acomplejada de sus propias raíces. Con acierto, Sonia, dice del gran pintor: «El uso recurrente en sus cuadros de la sinécdoque de las manos es quizás la médula iconográfica de su obra. La parte representa el todo, la mano endurecida y callosa del “color del humus” — pienso en el poema “Manos de Obrero” de Gabriela Mistral — representa la dignidad del obrero o de quien labra la tierra, el que amasa el barro o talla la piedra, y es, asimismo, huella, solidaria protección y paradigma de la ternura».

El origen del artista
En el año 1906, la empresa minera estadounidense “South América Develotment Company” operaba en la explotación aurífera de las minas de Portovelo en la provincia de Loja.

En esa época se había desatado una epidemia de paludismo y, el médico estadounidense Edward Kingman, fue contratado por la empresa para que atienda a dos pacientes que estaban muy afectados por la enfermedad. Al primero no le dio esperanzas de vida, pero pudo tratar y curar a la aristócrata lojana Rosita Riofrío, viuda de Córdoba. Al poco tiempo, el médico gringo y Rosita Riofrío, se enamoraron y contrajeron matrimonio.

Tuvieron tres hijos: Eunice, Eduardo, (que nació el 3 de febrero de 1913), y Nicolás Kingman Riofrío. Transcurrieron algunos años y, el doctor Edward, movido por motivos sentimentales decidió abandonar a su familia y regresar a Estados Unidos dejándoles una estimable herencia que, lamentablemente, fue mal administrada y las consecuencias fueron nefastas. 

Por presiones sociales muy acordes con la época, exigencias de acreedores, en 1918, se mudaron a vivir en Quito luego de vender las propiedades que tenían en Loja. Se dice que, en una de las paredes de su casa, con tizones de carbón, Eduardo, que desde temprana edad ya demostraba sus fuertes inclinaciones por la pintura, había dibujado un dragón al que titularía el “dragón de guerra”.

Radicados en la capital en una casa en las afueras de la ciudad, al norte, en la 10 de Agosto y Colón, en primera instancia, Eduardo estudió la primaria en una escuela anexa del Normal Juan Montalvo, posteriormente, estudiaría durante un año en el Colegio Nacional Mejía, pero por su atracción por el arte, en 1928, ingresó a la Escuela de Bellas Artes que se encontraba en el parque de La Alameda. Allí se inició en la acuarela, en el dibujo y luego se centró en la técnica que más le apasionaría el resto de su vida: el óleo.

Expresionismo indigenista

Altamente influenciado por el Muralismo Mexicano, sobre todo por la figura de Diego Rivera, en una primera etapa, en los años 30 y principios de los 40, la temática de su obra apunta hacia la valorización del trabajador, de los “condenados de la tierra, del indígena que sufre y es ignorado.  Fue a partir de una postura reivindicatoria que describía su solidaridad con el indigenado, cuando con una de sus mejores obras, “El Carbonero” (1934), se le galardonó con el primer premio “Salón Mariano Aguilera”, en 1936. Posteriormente se alejó del indigenismo y evolucionó hacia su propio lenguaje, más humanista y en donde aparece la religiosidad popular, con obras como, “El Imaginero”, en 1940 “La mano de Dios” en 1946; y, otra de sus obras maestras, “Los Guandos”, en 1941.

Entre 1938 y 1939 internacionaliza su carrera y hace exposiciones en Bogotá y en Caracas y también viaja a New York para desarrollar un mural para el Pabellón del Ecuador, conjuntamente con Bolívar Mena Franco y con Camilo Egas.

En un catálogo publicado por la Asociación de Funcionarios y Empleados del Servicio Exterior, AFESE, titulado, Eduardo Kingman.

El Artífice de la Soledad, Sonia Kraemer, citada anteriormente, realiza una muy interesante entrevista a la hija del gran pintor, Soledad Kingman; en ella, se revelan aspectos familiares y de la personalidad introvertida del artista.

Entre otras cosas, comenta que, Kingman, en su juventud era bohemio y alternaba frecuentemente con intelectuales, artistas y pintores contemporáneos. Habla acerca de sus habilidades haciendo juguetes de madera o haciendo melcochas juntos. Sembraban y tenían una pequeña huerta.

Soledad, comenta que su padre no practicaba ninguna religión, pero que ella creía que en su fuero interior aceptaba la existencia de un ser en algún nivel espiritual, pero que sus obras no reflejaban su religiosidad, sino la religión de la gente.

Cosas de pintores
A propósito de la bohemia en la juventud de Eduardo Kingman, Alejandro Carrión, (Juan sin Cielo), en un compendio de artículos escritos por él, titulado, “Una cierta sonrisa”, hay uno muy simpático dedicado a Eduardo Kingman, el pintor de las manos y a Diógenes Paredes, el pintor de los desposeídos. “Cosas de Pintores” es el título.

«¡Cosas de pintores! ¡Qué cosas, gordas cosas!

Eduardo Kingman, Diógenes Paredes sentados frente a frente, en el restaurante de la señora Rosita, la suegra de Diógenes. Sí, en la calle Manabí, en los bajos de la Casa del Obrero, a un paso del Teatro Sucre y frente a frente del diario La Tierra.

Todo se va poniendo en “tiempo di tango”: ¿te acordás hermano? ¡Qué tiempos aquellos!

La Plaza del Teatro, capital de Quito. El poeta Jorge Reyes, el injustamente olvidado gran poeta de Quito, arrabal del cielo, timbraba sus tarjetas: JORGE REYES, habitante de la Plaza del Teatro” … ¡y eso que no vivía en ella! Pero no mentía: si su casa estaba en la calle Junín, en cambio pasaba casi todo el tiempo en la Plaza del Teatro, redactor como era del diario La Tierra».

«…Frente al diario, la Casa del Obrero, donde se generaban todos los grandes alborotos de Quito y en ella el restaurante de la suegra del maestro Diógenes, el de la melena larga, donde residía su genio. Alfonso Cuesta y Cuesta lo perseguía, fósforo en mano, diciéndole: “Te voy a quemar tu genio”. Allí se ranchaban los hombres de La Tierra y Gerardo Enríquez, pagador-gerente del diario, les daba “bonos” para comprar platos de tallarines y sánduches con hoja de lechuga y hornado. Y allí, una mesa y en la mesa una botija de Flores de Barril, y ante ella dos pintores: Eduardo Kingman y Diógenes Paredes. Y la noche aún joven. Y, claro, dos vasitos. Los maestros guardaban un silencio absoluto y se miraban ferozmente. El silencio, feroz. Las miradas, feroces. Y el mallorca feroz y dulzón. Un olor de anís se trenzaba irrevocablemente con un olor a empanadas de morocho. El ambiente era gordo».

«…Lo cierto es que el maestro Kingman miraba ferozmente al maestro Paredes y el maestro Paredes miraba ferozmente al maestro Kingman y todo en el mayor silencio y sin más testigo que una botella de Flores de barril».

«De pronto, Eduardo Kingman alzaba su vasito, en actitud de brindar. Diógenes hacía lo mismo. El anisado descendía luego por sus gargantas, cantando en dulzonas lenguas de fuego. Se volvían a mirar ferozmente y Eduardo decía:

—¡Aprende a pintar! —

Y tras la correspondiente mirada feroz de Diógenes, el silencio se adueñaba de ambos. Seguían nadando en él, se volvían a mirar ferozmente y de pronto Diógenes llenaba ambos vasitos y levantaba el suyo.

Eduardo hacía lo mismo, bebían, el anisado áspero y dulzón les lubricaba las gargantas y volvían, reavivando el fuego, a mirarse ferozmente: Diógenes decía:

—¡Aprende a pintar! —

Y tras la correspondiente mirada feroz de Eduardo, el silencio volvía a ser el dueño de la situación. Y las miradas y los silencios se sucedían y entre ellos se sucedían también los vasitos de mallorca y el feroz consejo entre miradas furiosas:

—¡Aprende a pintar! —

Hasta que, como todas las cosas de este mundo, como el dinero, como el amor, el mallorca se terminaba. Ambos, como animados por un resorte, se ponían de pies. Y al separarse, con incierto destino cada uno, hundiéndose en la próvida noche de ese Quito inocente, los dos maestros volvían a mirarse con igual fiereza y al unísono decían, sí, ya lo saben ustedes, decían:

—¡Aprende a pintar! —».

«Como persona Kingman era un hombre auténtico, modesto y sin poses, un quijote de la benevolencia, sincero e introvertido, sencillo y espontáneo. Como padre es recordado como un ser amoroso y juguetón, creador de mundos de fantasía.

En 1997 se marcha a andar otros caminos, a vencer otros molinos, sin embargo, su legado es eterno, universaliza una visión del ser humano que contiene todo el dolor de la humanidad, las remembranzas de la tristeza, el olor del musgo, el viento de la angustia, el verde de la herrumbre, las almas apagadas… o como decía el gran Pablo Neruda.