Gonzalo Sevilla Miño | [email protected]
La pintura de Diógenes Paredes, pintor carchense nacido en Tulcán en 1910, estuvo caracterizada por un trazo sensible y lleno de dramatismo. Se identificó con el pueblo indígena ecuatoriano, retratándolo en sus más profundos aspectos: su tristeza, sus lamentos, fueron pintados con un realismo descarnado.
Paredes fue alumno del destacado pintor Pedro León Donoso, en la Escuela de Bellas Artes de Quito, escuela de la que, posteriormente, sería profesor, y luego, director. Su maestro León Donoso, lo encarriló hacia el “realismo social indigenista”. Paralelamente, se dirigió a una ideología radicalizada de izquierdas y participó activamente en el Partido Comunista, mientras profesaba un ateísmo militante.
El sindicato de escritores y artistas
En 1938, Diógenes Paredes, formó parte de un grupo que fundó el Sindicato de Escritores y Artistas, frente político que se identificaba con el sector obrero. Coincidieron con él otros intelectuales muy influyentes, como Jorge Icaza, Benjamín Carrión, Demetrio Aguilera Malta, entre otros. Cuando estaba por terminar la Guerra Civil Española, se publicó un libro titulado: Nuestra España: homenaje de los poetas y artistas ecuatorianos, en apoyo al bando republicano. El libro fue ilustrado con impresiones tipográficas hechas en madera (xilografías), realizadas por Paredes, Eduardo Kingman y Leonardo Tejada. El Sindicato de Escritores y Artistas, entre sus actividades, creó los denominados “Salones de Mayo”, en donde participaron artistas que idearon un nuevo arte centrado en paisajes urbanos, y se acentuaba la relación casi íntima entre el hombre y la tierra. Junto a Paredes intervinieron, Oswaldo Guayasamín, Jorge Enrique Guerrero, Eduardo Kingman. Diógenes Paredes expuso “Los Pondos”, que representaba el problema que los indígenas tenían para acceder a fuentes de agua limpia.
Realismo socialista y auge del expresionismo
A partir de entonces, Paredes fue ganando espacios y se lo consideró como uno de los referentes de la versión ecuatoriana del realismo socialista. Tuvo mucha influencia, al igual que Kingman, del muralismo mexicano que fuera impulsado en décadas anteriores por Diego Rivera y por Siqueiros.
En la década del 40, en pleno auge del expresionismo, Paredes, pintó cuadros sombríos y dramáticos con una clara captación del gesto humano. A esa época pertenecen “Helada”, “La Mala Noticia” y “Tormenta”. En 1942 fue cuando le galardonaron con el denominado Segundo Premio de Pintura “Salón Mariano Aguilera”. En 1944, con la caída del gobierno de Arroyo del Río, determinaron la disolución del Sindicato de Escritores y Artistas y la creación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, con Benjamín Carrión a la cabeza, y fue con eso que se impulsó el desarrollo de las artes a nivel nacional. Una de las primeras acciones de la flamante institución fue la creación de “Los Salones Nacionales de Artes Plásticas”, y en 1945, Diógenes Paredes ganó el primer premio. Conjuntamente con su colega José Enrique Guerrero, ilustraron varios de los espacios públicos existentes en la Casa de la Cultura.
Diógenes Paredes artista internacional
En el año 1946, Diógenes Paredes internacionalizó su arte gracias a un viaje que le financió el gobierno de Francia. Allá lo perfeccionó en la Escuela de Bellas Artes de París. En aquellos años fue merecedor del Primer Premio del Salón de Pintura Mariano Aguilera y el Primer Premio en el Cuarto Salón de Mayo. En los años iniciales de la Guerra Fría, enfrentó la persecución de la que eran objeto los movimientos comunistas. El contenido de sus obras expresaba la injusticia social de la pobreza y la marginación en la que se encontraba la población indígena. Pintaba una cruda realidad en la que demostraba que el indígena se lo presentaba, no como ser humano, sino como un ser insignificante.
Como era hostilizado y perseguido, optó por abandonar el trabajo, pero no las ideas; de manera que, migró a un estilo diferente en el que ilustró al hombre de la costa ecuatoriana en el que exaltaba sus características físicas más relevantes y su relación con el paisaje circundante. Por su prolongada militancia en el partido comunista, conjuntamente con otros activistas de la izquierda política, como Oswaldo Guayasamín, Jorge Icaza, Pedro Jorge Vera y Nelson Estupiñán, fueron invitados por los países de la Unión Soviética, Europa Oriental y China, en donde permaneció largo tiempo perfeccionando y aprendiendo nuevas técnicas para el mejoramiento de su producción artística.
En 1964 ganó su último premio: La Medalla de Oro del Atelier del Arte, galardón que le fue otorgado como justo homenaje a su brillante carrera. Diógenes Paredes falleció en Quito a causa de un infortunado accidente en 1968. De su extensa obra, legó una limitada producción, ya que se conoce poco del destino final de muchos cuadros. Como era una persona muy generosa, regalaba sus trabajos sin que se haya hecho un adecuado registro de ellos. Ha sido su hijo Napoleón, el principal continuador de su obra, nacido en Quito en 1947 y, como él, también dedicado a la pintura y en general a la creación artística con notable repercusión por parte de la crítica especializada. FUENTE
Como corolario de este artículo, volveré, lo mismo que hice hace dos semanas con la semblanza de Eduardo Kingman, a incluir una anécdota complementaria relacionada con varios artistas, entre los que también participa, Diógenes Paredes.
Cuenta Alejandro Carrión que, una noche quiteña, una noche de bohemia, «… un pequeño tropel de pintores y poetas sale del Crack Sporting Club con incierto destino. Salen a la próvida noche quiteña, llena de sorpresas, de oportunidades, de desengaños. Entre los que salen fácilmente se reconoce a Eduardo Kingman, Diógenes Paredes, José Enrique Guerrero, Oswaldo Guayasamín, Guillermo Lasso, Juan Cabrera, Alejandro Carrión, Alfonso Cuesta, Jorge Guerrero, Pedro Jorge Vera…»
«Bajan atropellándose la escalera, ansiosos de llegar a la calle, de comenzar el programa. En el descansillo, Oswaldo Guayasamín se queda, agazapado, esperando. Y al pasar a su lado Diógenes Paredes, le salta y le dice:
—¡Plagiario! —
Cuando llegan a la calle, Diógenes salta sobre Guayasamín, pequeño, gordito.
Lo que pasa luego se explica: Guayasamín tendido en el suelo, tan corto y gordo que era. Y sobre él, Diógenes, sentado cómodamente, majándole la cabeza contra el asfalto. En torno a tan movido cuadro juvenil, Eduardo da vueltas, como en un sacrificio apache, golpeando las manos y diciendo, con feroz alegría:
—¡Dale al rosca! ¡Dale! ¡Dale al rosca! —
Esta manifestación de comprensión entre pintores termina bruscamente: asoma la policía, pitan, y todos los presentes, protagonistas y espectadores, desaparecen. La próvida noche quiteña se los traga. ¡La noche quiteña! Llena de sorpresas, de tragos y de chapas».
«La casa es enorme, parece una escuela de los Hermanos Cristianos y está en una de esas cuestas fatigosas que suben a la loma de San Juan. El parecido con una escuela lasallana se acentúa, por el enorme patio, los enormes corredores y la enorme estatua del Hermano Miguel, que está levantada en el patio. Es la estatua con la cual Oswaldo Guayasamín ganó el concurso para el monumento, pero que los hermanos cristianos no quisieron recibir. En su lugar, trajeron una estatua de San Juan Bautista de la Salle, de las hechas en serie en París y la elevaron en la Plaza del Tejar con un letrero que dice, faltando a la verdad, que es el Hermano Miguel».
«En uno de los cuartos, que es el estudio de Guayasamín, están el joven maestro y sus visitantes: José Enrique Guerrero, Alejandro Carrión y un alto y afilado joven pintor argentino, de paso por Quito: le dicen «Che Azanza» y es la mar de simpático. Confieso: nunca supe su nombre completo. Jamás lo volví a ver, además».
«Hay vasitos y hay botellas de «Flores de Barril». Aún los jóvenes pintores y poetas no daban el gran paso al whisky, signo de civilización y de prosperidad».
«Hay botellas de mallorca, hay un caballete y en él, evidentemente, una tela, cubierta con una sábana: el cuadro que el maestro Guayasamín está pintando. En la anchísima pared, un enorme estante de libros. Y una de esas grandes bancas forradas de brin que eran antes infaltables: el sofá».
«Guayasamín le explica al Che Azanza la situación de la pintura en el Ecuador:
— Todos, absolutamente todos los pintores que pintan en el país, menos José Enrique Guerrero y él, Osvaldo Guayasamín, son mediocres y, sobre todo, son plagiarios—
—No valen un céntimo. No vale la pena verlos, ni conversarlos, ni emborracharse con ellos, ni aprenderse sus nombres. Todos son una basura—
El viejo Guerrero, siempre filósofo, me dice sotto voce:
—Pucha, si no venía, también yo me convertía en plagiario y en basura—
Che Azanza le oye con atención, con mucha atención. Luego le dice:
—Veamos que pintas ahora—
Y levanta el lienzo que cubre el cuadro en proceso. Todos lanzamos un —¡oh! — de sincera estimación y escanciamos en honor de la belleza plástica un vasito y otro vasito de candela dulzona». «Es un cuadro monocromo, de café ligeramente rosado, diremos un café suavemente encendido. Hay una orilla al fondo del cuadro y otra al filo del cuadro y un corte longitudinal de una hermosa muchacha desnuda, que en el centro del arroyo ensaya un paso de baile: se ven sus pies a través del agua. Es bella, simboliza la inocencia, la alegría de vivir. En las dos orillas la esperan muchachas desnudas, con grandes lienzos para enjugarla».
«Guayasamín nos mira muy contento, porque ve que nosotros, no más que con mirar su hermoso cuadro, nos hemos puesto ingenuamente dichosos. Nos explica ese estilo de dibujo, desusado en él, tan poético: es un cuadro de encargo, no es, propiamente, un cuadro en «su estilo». Pero está satisfecho: va saliendo lo mejor dentro de esa aventura lírica (ríe) de su pincel».
«Pero Che Azanza, que mira y remira el cuadro, le dice de pronto:
—¡Che Oswaldo! Vos también tenés tu historia—
Y como Osvaldo se pusiera, lógicamente, feroz, le dice:
—¿Tenés aquí algún álbum de los primitivos italianos? ; ¡Si lo tenés, allí está este cuadro! —
«Guayasamín se precipita al enorme estante, revuelve volúmenes, saca un gran álbum de pintura italiana con reproducciones a colores, y se lo da, silencioso, con los ojos encendidos, al argentino»
«Todos metemos un poco más de candela dentro de nosotros. El argentino hojea el álbum y dice:
—Miren, ches: ¡aquí está! —
«Lo que vemos: las mismas orillas, el mismo corte del agua del arroyo, en lugar de la hermosa muchacha desnuda, el Cristo, en la una orilla el Bautista con la concha derramándole el agua en la cabeza, en la otra orilla unos jóvenes apóstoles esperando con un lienzo para enjugar al divino bautizado. El parecido es innegable, con los cambios del caso».
«Guayasamín tira el álbum contra la pared y comienza a arrojarle al argentino todo lo que encuentra: las botellas, los vasos, la paleta, potes de pintura, un pisapapeles.
Guerrero y yo nos refugiamos tras una mesa. Y en el centro del cuarto, buen jugador de fútbol, Che Azanza se hace el quite de los proyectiles»
«Cuando éstos terminan, Oswaldo toma un cuchillo de tascar pintura y se lanza contra la hermosa, delicada tela. Antes de que podamos contenerlo, la ha desgarrado toda, la ha matado a puñaladas, la ha convertido en harapos. Y luego, llorando como Santa María Magdalena, se ha tendido boca-abajo en el sofá. Ante nuestra conmovida expectación, lo vemos sollozar cada vez más bajito, hasta que se va quedado suavemente dormido, como un niño»
«Salimos, apesadumbrados, en busca de una botella donde remojar nuestro desconcierto. Che Azanza dice:
—Pues… ¡Nunca pensé que lo tomaría así! —
Cosas de pintores, amigos. ¡Qué tiempos aquellos!».
FUENTE: Una Cierta Sonrisa/Alejandro Carrión.
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