Dictadores: Mal endémico

En un artículo publicado en el diario El País, de España, el peruano Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura, afirmaba, palabras más, palabras menos, que, para conocer la verdadera historia de un pueblo, de un país, no habría que recurrir a la historia oficial ni a la historia de la oposición, sino que debería ser una obligación acudir a la lectura de su literatura como única forma de entender a ese pueblo y sus aconteceres.

Serían sus escritores los que, al margen de la vorágine de la política, los que tienen el tiempo y la lucidez para investigar las causas y extraer las consecuencias de los hechos históricos, ya que muchos de ellos poco o nada tienen que ver con el mundo de las ideas y las ideologías, sino con las pasiones que son más humanas que las primeras. Entonces, en las obras literarias está la verdad de la vida y de la personalidad de las sociedades; en otras palabras: están, tal como nos dice uno de los versos de la Cantata Santa María de Iquique, “aquellas cosas que la historia no quiere recordar”.

Asunción, la ciudad

Mientras leía dicho artículo venía a mi mente el recuerdo de Asunción, Paraguay, cuando hace ya muchos años, en esa ciudad, tuve la suerte de acudir a la presentación del libro “La vigilia del Almirante” de Augusto Roa Bastos. Esa tarde pude conocer al escritor, mirar de cerca su rostro transido de años de fatigas y de exilios. Al estrechar su mano en agradecimiento a la dedicatoria de su libro no pude menos que recordar aquella su obra mayor: “Yo, el Supremo” que, con tanta profundidad, belleza y un estilo muy especial, narra la historia de un nefasto personaje que gobernó su país, José Gaspar Rodríguez de Francia.

En ese momento yo era un extraño en la ciudad. Era la primera vez que visitaba Asunción, y apenas llevaba dos días desde mi llegada, y, sin embargo, no sé por qué camino, llegó a mis manos la invitación a la presentación del antedicho libro, evento que, naturalmente, no pensaba perderme. El problema era que aún no me orientaba en la ciudad. El curso internacional de periodismo que me había llevado hasta la capital del Paraguay se desarrollaba en Sajonia, un barrio a orillas del río Paraguay, y desde allí debía trasladarme al centro de la ciudad. Tomar el transporte público no era una opción, tampoco acercarme al puerto para tomar alguna lancha veloz, que me llevara a mi destino; pero no quería llegar tarde.

No era una cita común, no me encontraría con alguien en particular; y aunque el título de la obra a presentarse no me era atractivo ni las reseñas del mismo ofrecían mayores detalles del contenido del mismo, quería estar presente porque al fin podría conocer, con mis propios ojos, a uno de los autores literarios más importantes de América Latina; odiado por los detentores del poder, exiliado y vilipendiado, pero que al fin su país, luego de la huida del sátrapa dictador Alfredo Strossner, quien le había quitado a Roa Bastos el derecho a ser ciudadano paraguayo y lo había expulsado de su territorio, lo recibía y generosamente le ofrecía ese acto a manera de una bienvenida al hijo pródigo.

En el taxi, mientras la belleza plácida de Asunción me saludaba, yo pensaba en una de las reseñas de la obra de este autor: la humanización de la literatura y de la historia. Claro, en esa tarde gris en Asunción, no lo tenía tan claro, apenas recordaba que Roa Bastos, a través de su libro, años atrás me había contado la historia del Paraguay a través de las ideas, sentimientos, decires, recuerdos, decretos, enredos y justificaciones de uno de esos personajes extraños, crueles, que cargados de buenas intenciones terminan marcando a hierro y sangre la identidad de sus pueblos.

El dictador perpetuo

Ilustrado pero obsesivo; adelantado a su tiempo en sus ideas, pero retardado y retardatario en sus actitudes. Ideólogo de la República del Paraguay, desde su posición, de Dictador Perpetuo o Supremo, por más de 30 años, cuando el país apenas iniciaba su transitar como República.

La incipiente ciudad era, en aquellos tiempos, un enclave fundamental para la conquista de esta explanada, por eso todos la querían poseer. Primero los españoles y luego los portugueses que se habían asentado en el actual Brasil. Más tarde, cuando ya se llamaban Argentina, Brasil y Uruguay, tampoco desperdiciaron oportunidad para tratar de conquistarla.

Así en ese ambiente de guerras, de feroces batallas, de tratados secretos y de bloqueos al comercio, Rodríguez de Francia gobernó hasta el día de su muerte en 1840, con mano de hierro a lo interior, sin que le tiemble la mano al momento de ordenar la muerte o la tortura a quienes no compartían sus ideas y mandatos lo que impidió el desarrollo institucional y político del país, pero preservó la existencia del Paraguay ante las ambiciones argentinas y brasileñas. A manera de ejemplo, a pesar de la necesidad de comerciar sus productos con otros pueblos, prohibió el tráfico fluvial a la Argentina, así como el comercio exterior. Muy pocas personas fueron autorizadas a entrar o salir de su territorio. Por eso digo que mejor y más certero sería tomar sus propias palabras para afirmar que aisló a su país “para preservarlo de los malos ejemplos”.

Las siete colinas, igual número que las de Roma, sobre las que se ha construido Asunción, a través de los siglos, le otorgan cierta irregularidad que la viste de un atractivo especial. Dividida en 6 distritos, o mejor en 26 barrios, en la actualidad alberga a algo más de 600.000 habitantes, quienes moran en casitas bajas donde sobresalen unos pocos edificios del centro comercial y financiero tratando de rascar el cielo azul de esta tierra. En su parte central no existen anchas avenidas, por el contrario, su gente prefiere caminar por las angostas calles.

Una cita con Roa Bastos

Precisamente, la dirección señalada en la invitación estaba marcada en un alto muro carcomido por el tiempo, el que separaba el interior de la vivienda de la calle empedrada. Un grueso portón, que me recordaba a la antigua arquitectura española, con aldabones y gruesas seguridades estaba abierto y en él se habían apostado dos personas formalmente vestidas de levita y corbata que revisaban las invitaciones y daban la bienvenida a los que lograban pasar su registro.

Era una casa de paredes blancas de adobe y ladrillo, como casi todas las de la ciudad, de un solo piso coronado de techos cubiertos de teja; le antecedía un gran patio de piedra en el que la humedad había dejado su huella y los hongos verdes mostraban su dominio, al fondo, un gran corredor sostenido por pilastras de madera y en el que noté la ausencia de antepechos como los que había en las casas coloniales de mi país.
Unas desubicadas sillas de plástico casi llenaban el espacio de dicho patio, obligando a los asistentes a mirar el largo corredor donde unas pilastras de madera sostenían el techo de teja ennegrecida por el tiempo, y en él, una mesa cubierta de un vistoso mantel de ñandú, tejido por las hábiles manos de las mujeres artesanas de Paraguay, esa era la señal de que allí estaría sentado el autor al momento de la ceremonia. El acto fue sobrio; apenas si se destacó la calidad literaria del autor, mayor atención fue puesta a su posición política que en su vida, lo que le había llevado a un largo exilio, primero en Buenos Aires y luego en Francia.

Mientras hablaban aquellos personajes, para mí, desconocidos, pude mirar al autor. Su mirada cargada de años y de experiencia era lo que más se destacaba de su rostro alargado. Su gran nariz, que competía en tamaño con sus orejas, pasaba desapercibida frente a su mirada profunda y bondadosa. Quizás si uno veía sus cabellos entrecanos estirados hacia atrás, podía creer que ya estaba viejo, que su vida estaba por agotarse, pero sus ojos decían lo contrario; parecían gritar que aún tenía mucho que escribir, que contar.

Cuando la ceremonia terminó, todos los presentes nos levantamos para formar una larga fila que buscaba acercarse al autor para la firma del libro adquirido. Llegué frente a Roa Bastos, le saludé, me preguntó mi nombre y cuando lo dije, tal vez por mi acento, su siguiente pregunta fue: ¿de dónde vienes? Le dije que de Ecuador.

Él sonrió y casi burlonamente volvió a preguntarme: “Y tú, ¿Qué sabes de mi país? Le dije que muy poco o bastante, dependiendo de lo que se trate de medir; qué había leído su obra y por lo tanto sabía mucho de su historia, pero que era la primera ocasión en que podía dialogar con su pueblo y saber de sus esperanzas e ilusiones. Me extendió el libro con su dedicatoria y se despidió diciéndome: “Saluda a tu gente”

Paraguay ¿asilada o aislada?

Decía que Rodríguez de Francia “aisló” a Paraguay, pero no fue el único. Luego del Supremo, llegó Carlos Antonio López, su sobrino, y si bien en su mandato se proclamó la primera Constitución e intentó abrir a su país y comerciar con sus vecinos, no lo logró y debió retornar al aislamiento debido a que se inició la guerra de la Triple Alianza, entre 1864 y 1869, de nefastas consecuencias para Paraguay: perdió territorio y, sobre todo, perdió cerca del 60% de su población. Las estadísticas muestran que al final de la contienda había una relación de 13 mujeres por cada hombre sobreviviente.

López perteneció a una familia de la agrícola oligarquía paraguaya y su “vivienda”, un grande y hermoso palacio, ubicado a orillas de un hermoso lago interior que se alimenta con las aguas del río, ahora es la sede del Poder Ejecutivo.

Pero el destino sangriento que recorre la historia paraguaya no terminó en el siglo XIX, sino que continuó en el siglo XX. Se suponía que, a Paraguay, por razones geográficas, debía corresponderle el sector oriental del territorio y a Bolivia el occidental, pero como siempre o casi siempre sucede cuando las ambiciones humanas se desatan, en 1932 se produjo una gran batalla entre estos países, la de Boquerón que abrió las puertas a la declaración oficial de inicios de una guerra.

Nos cuenta Wikipedia: “Tras tres años de conflicto, Paraguay tomó extensos territorios, pero no prosperó su pretensión de marcar la frontera a partir de donde el ejército paraguayo obligó a replegarse al ejército boliviano. La cuestión de límites se fijó con el tratado del 21 de julio de 1938. A pesar del triunfo paraguayo, el país resultó devastado humana y económicamente y la pérdida de su territorio de unos 191.248 klms2”.

Tras Carlos Antonio López, vendrían otros líderes mesiánicos, predestinados por Dios o el destino, a gobernar el país y apropiarse de sus riquezas. Basta saber que el 60% de las tierras productivas están en manos de apenas el 3% de la población. Todos ellos afiliados a los dos únicos partidos: el Colorado y el Blanco, aparentemente enemigos irreconciliables, pero en la realidad, apenas socios del reparto.

No estoy afirmando con certeza, apenas planteo como una hipótesis o elucubración, pero pienso que esas guerras pueden haber contribuido a que el pueblo hable dos idiomas. Es que con el castellano se puede comunicar y negociar con los otros países, y con el guaraní, pueden comunicarse entre ellos sin el peligro de que los “otros” puedan enterarse de sus planes, ideas, sentimientos y aspiraciones.
Al palacio de los López, han llegado tantos presidentes que, en los primeros años del siglo XX, el promedio de gobernabilidad fue de apenas de 19 meses, por cada uno de ellos, hasta que apareció otro monstruoso personaje, hijo de un soldado alemán escapado de su país en la primera guerra mundial y una indígena guaraní: Alfredo Strossner, nuevamente considerado bajo mandato legal, como Padre de la Patria. ¿Por qué será que todos estos sátrapas creen que la Patria se funda cuando ellos llegan al Poder?
A este dictadorzuelo se lo recordará en América Latina por haber prestado el suelo paraguayo para que allí fuera la sede de ese macabro “Plan Cóndor” que tanta sangre y lágrimas derramó en su tierra.

Y creo que ese “aislamiento” del que sufre Paraguay sigue presente hoy en día. No son muchos los latinoamericanos que llegan a su aeropuerto para conocer la ciudad, mayor es el número de europeos que allí llegan, y del millón, apenas son unas decenas los que deciden quedarse a buscar una forma de vida. Son pocos los paraguayos que llegan a sus instalaciones para salir; los que lo hacen, tras unos pocos o muchos años, retornan a su tierra, a su hogar, porque solo allí se sienten seguros y encuentran la paz.

Años después de este relato, José Saramago escribió una obra extraordinaria sobre el comportamiento humano. Su “Ensayo sobre la ceguera” aísla en un viejo edificio a una población castigada con la ceguera, donde debe sobrevivir en medio de los horrores de un comportamiento incomprensivo e incomprensible.

Nunca pude imaginar que una vulgar anécdota vivida esos días, me permitiría comprender mejor el significado nefasto que tiene para un pueblo, la presencia de estos predestinados.

Y nos hablan de la Patria Grande

Al salir de la ceremonia de presentación de la obra de Roa Bastos, muchas interrogantes me asaltaron. ¿Por qué Paraguay era el país menos conocido de América Latina? Es que en realidad conocemos muy poco de su historia, de su geografía, de su política, de su economía. Sabemos, en el resto de América que se trata de un pueblo amable, bilingüe, pero nada más. ¿Por qué esa falta de interés en conocerlo? Y, sin embargo, ciertos líderes políticos, sin vergüenza, nos hablan de la Patria Grande, ¿cuál Patria grande? si ni siquiera recordamos que cada pueblo tiene su propia historia en la que constan páginas tan dolorosas como las guerras que casi desaparecieron a Paraguay.
Yo pensaba que la deuda que todos los latinoamericanos tenemos con Paraguay es proporcional a nuestra ignorancia e indiferencia.

Fausto Jaramillo Y.