Las fuerzas democráticas del país necesitan tener presente aquella máxima, que suele atribuírsele a Napoleón, de que jamás se debe interrumpir al enemigo mientras comete un error. Leonidas Iza —el radicalizado presidente de la Conaie y conductor ‘de facto’ del trágico episodio de junio— y sus acólitos se aprestan a cosechar las consecuencias políticas de su equivocada estrategia; mal harían las autoridades en salvarlos de ello.
Las mesas de diálogo van de tumbo en tumbo, pero no por falta de voluntad de parte de los representantes legítimos del pueblo ecuatoriano, sino porque el ala fanática del movimiento indígena nunca quiso que funcionen —ni al inicio ni ahora—. El Gobierno renunció a su legítimo derecho de usar la fuerza para restaurar el orden, accedió a negociaciones impuestas por medio de la coerción y no tuvo empacho, en nombre de la conciliación, de escuchar y explicar con detenimiento el funcionamiento del Estado, incluido detalles sensibles, a sus interlocutores. Pero del lado de Iza y sus escuderos solo hubo pedidos imposibles, posturas erráticas e indefinición calculada —disimulada tras la falacia del “liderazgo colectivo”— sin cesar jamás su ofensiva contra el Estado por toda vía posible.
Iza busca precipitar un rompimiento del diálogo; se le acaban los días de tregua y pronto quedará en evidencia que su única propuesta real fue la violencia. Con las elecciones aproximándose, la ofensiva correísta debilitándose finalmente e importantes sectores de Quito y del Estado alistándose para impedir una reedición de junio, Iza necesita cuanto antes otro “estallido” para preservar su popularidad; no deben regalarle pretextos para ello.