Parecería que, ante la penosa situación fiscal que enfrenta el Estado ecuatoriano, la única preocupación que tienen muchos actores es asegurar su tajada. Es como si, ante un barco que zozobra, los tripulantes, en lugar de intentar salvar la embarcación, comenzaran a saquearla. Esa es la impresión que deja la reciente aprobación de las reformas que aseguran la transferencia automática de las preasignaciones presupuestarias a los gobiernos locales. No es ningún secreto que semejante cambio dejará al Estado central en una situación sumamente complicada y que pondrá en riesgo actividades fundamentales para el buen funcionamiento del país.
Bajo el diseño actual del Estado ecuatoriano —profundamente unitario, garantista y, en varios aspectos, centralista—, las consecuencias de este tipo de medidas serán severas. Llama la atención el esfuerzo casi nulo de defensa de los intereses del Estado central llevado a cabo por el Ejecutivo y los asambleístas nacionales en la discusión previa. Es como si la principal institución del país estuviese condenada a asistir impávida a su expolio.
En tanto un veto total resulta improbable, lo mínimo que puede buscar ahora el Estado central es mayor fiscalización y asegurar compromisos mínimos de calidad de gasto de parte de los gobiernos locales. Es intolerable que fondos que el país tanto necesita ahora para servicios básicos e inversión pública sigan siendo empleados en campañas políticas permanentes, pauta para medios allegados, entretenimiento populista y demás prácticas clientelares a las que tantas autoridades locales se han malacostumbrado. Y ojalá que, de ahora en adelante, se vele más por el interés nacional.