No tiene sentido darle demasiada importancia a la supuesta popularidad de un político ni, peor aún, al habitual desgaste que sufre conforme avanza su gestión. Los funcionarios electos suelen llegar al poder gracias a simples construcciones en el imaginario popular que impulsan el voto. En muchos casos, estas no pasan de promesas poco aterrizadas, articuladas por expertos en márketing político. En un país como el Ecuador actual, esas ilusiones duran poco.
La crisis del Estado es tan profunda y el daño acumulado tan amplio, que las medidas que se requieren resultan impopulares por antonomasia. Por más que sean correctas y necesarias, y que con suerte la población las bendecirá con el tiempo (sucedió con la dolarización), a corto plazo despertarán descontento. En unos casos, los afectados serán grandes cantidades de ciudadanos; en otros, serán grupos reducidos, pero económicamente poderosos, que usarán todos sus recursos para defender sus espacios de poder. Aunque el descenso de popularidad pueda ser reducido o reversible, en un inicio resulta inevitable.
Sobran medidas impopulares que urgentemente necesita el país —reforma drástica del IESS, impulso a la minería formal, eliminación de subsidios, liberalización laboral, reducción de burocracia, entre tantas otras—. Mientras más se tarde, más dolorosa y abrupta será su implementación y posiblemente correrá a cargo de nuevos caciques —más radicales y divisivos—, propios de tiempos desesperados.
No es la popularidad de un gobernante lo que debería preocuparnos, sino la conveniencia y eficacia de sus decisiones.