Incubando caudillos

Durante los últimos diez días, desde que comenzó el paro, una inmensa cantidad de ecuatorianos viven bajo una permanente sensación de indefensión. Se volvió normal no poder ir a trabajar, no poder sacar la producción propia, no poder comerciar ni poder circular. Al salir, se asume la posibilidad de sufrir vejámenes, extorsiones o agresiones físicas. Se supone que la ciudadanía —en nombre de un retorcido sentido de la empatía y de la participación política impulsado por los arquitectos de esta atrocidad— debe asumir con estoicismo esta realidad y resignarse a vivir situaciones que, hasta hace pocos días, hubiesen resultado inauditas.

Las mismas tiendas políticas que, durante décadas, rediseñaron pacientemente la estructura y el marco legal bajo el que opera la fuerza pública, siembran hoy el caos a sabiendas de que tienen la ley a su favor. Quienes hace pocos meses pedían amnistías en nombre de la paz y de la reconciliación, no dudan hoy en atizar la violencia y la venganza. Poco importa si los culpables son ‘infiltrados’ o no, a qué remota agrupación pertenecen o cuál es su pedigrí ‘revolucionario’,  el hecho puntual es que los ecuatorianos están sufriendo agresiones en un contexto de ilegalidad generalizada suscitado por un grupo político definido.  

El rencor que deja el agravio no es patrimonio exclusivo de un solo sector político. El miedo siempre es mal consejero, y, de seguir así, la situación actual favorecerá a futuros caudillos populistas que prometan orden y seguridad ante todo. Por malinterpretar como debilidad la mesura del régimen actual, los violentos podrían estar incubando futuros interlocutores aún más radicales.