Sería inaceptable que Francisco Huerta Montalvo pasara a la posteridad apenas como el patriota clarividente que advirtió, hace más de una década y cuando aún parecía que no era demasiado tarde, que Ecuador se había convertido en una “narcodemocracia”. Eso podría llevar a creer, erróneamente, que el liberal radical fue un político resignado y fatalista, cuando hasta el último de sus días creyó a pie juntillas que los ecuatorianos tenían la capacidad de alcanzar la prosperidad a través de una democracia liberal e instó a los políticos bienintencionados a siempre defender con brío dicho sistema.
Huerta fue parte de una generación de demócratas ecuatorianos que vivieron a plenitud. Crecieron en un país petrolero con mínima institucionalidad e infraestructura, vieron desfilar a caudillos colosales, sufrieron por el frenesí de la Guerra Fría, conocieron en carne propia la dictadura y, con ello, la cárcel, el destierro y demás vicios del militarismo; fueron protagonistas y testigos de grandes momentos de esperanza nacional, así como de profundas desilusiones; ante todo, en los momentos más oscuros, jamás renegaron de la democracia ni de la dignidad de su pueblo.
Orgullosamente guayaquileño —convencido además de que la democracia exigía el compromiso y la participación de la gente común—, su vida política estuvo marcada por la acción, la claridad y el diálogo. Sus errores, como los de su generación, pudieron haber venido de una lectura equivocada del mundo, pero jamás cayó en el peor error de algunos liberales de hoy que, de tanto estudiar y viajar, perdieron la capacidad de escuchar a sus compatriotas. Adiós a un gran liberal ecuatoriano.