En Chile resucita la esperanza

Hace cincuenta años, Chile se encontraba inmerso en un proceso sombrío —contaminado por un grupúsculo radicalizado y bajo la influencia de intereses extranjeros— en el que una minoría intentaba imponer con trampas un experimento político al que la gente común se resistía. Ello derivó en la irrupción sangrienta de otra minoría —también radical y con patrocinio extranjero—, que terminó con la que había sido hasta entonces la democracia más estable del continente y dejó en la memoria política del continente una herida profunda. Aquel trágico episodio le recordó a Sudamérica el riesgo que conlleva el intentar instaurar cambios radicales cuando no existe un consenso honesto y dejó claro que paz y sensatez duraderas son aquellas que nacen del ejercicio democrático.

Ahora, cuando la región vive una época similar de polarización, arrebatos extremistas e injerencia de intereses foráneos —que evoca inevitablemente todo el dolor de la Guerra Fría—, Chile acaba de dar un alentador ejemplo para el continente.

Parecía que los chilenos iban a seguir el mismo camino de tantos otros pueblos latinoamericanos, que en los últimos lustros permitieron que sus legítimos deseos de equidad, seguridad y bienestar fuesen manipulados por grupos minoritarios que, tras propuesta etéreas y confusas, ocultaban su intención de sepultar la prosperidad democrática y secuestrar el Estado para ellos, pero no fue así.

 Un esfuerzo coordinado de las fuerzas democráticas por educar a la población y la plena conciencia ciudadana del progreso logrado bajo la democracia lograron exorcizar la pesadilla. Las legítimas y necesarias reformas siguen pendientes, pero deberán llevarse a cabo, afortunadamente, bajo condiciones más razonables y prudentes.