Cuando se introdujo la Función de Transparencia y Control Social, sus defensores aseguraron que esta serviría para elevar la calidad de los funcionarios y acabar con los arreglos políticos poco transparentes. Tras catorce años, es justo afirmar que los mentalizadores de dicha iniciativa —nacida de una torpe y apresurada imitación de modelos extranjeros, como Taiwán— se equivocaron. El Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (Cpccs) se ha convertido en un dolor de cabeza para la sociedad y sus autoridades.
En lugar de adecentar la política y generar institucionalidad, el Cpccs ha creado más burocracia, permanentes cuestionamientos y trabas, y perennes sospechas de falta de transparencia; las autoridades que ha consagrado tampoco resultaron más competentes o probas que las del pasado, supuestamente nefasto. Lo más grave es que su existencia misma, al quitarle competencias al Legislativo y al sistema de partidos, significó menos presión ciudadana sobre la clase política y, por tanto, abonó al innegable declive en la calidad de legisladores y líderes de partidos. En lugar de constituirse en un filtro de calidad de la alta burocracia y de la clase política, los miembros de la Función de Transparencia y Control Social pasaron a engrosar sus filas.
El problema de fondo no es ‘reformar’ el Cpccs —mal hace el Gobierno en buscar sofisticadas recetas cortoplacistas para esquivar las trabas que este impone— sino el asfixiante dominio de una clase política ideológicamente poco coherente, profesionalmente poco competente y éticamente poco íntegra. ¿Quién —y cómo— cambiará eso?