El país de los burócratas

Desde el inicio de su régimen, el expresidente Rafal Correa mantuvo una política de elevar los sueldos de los servidores públicos. Se volvió normal que los burócratas ganaran más que sus pares del sector privado. Supuestamente, el correísmo le apostaba a que ese sector público bien pagado produjera una transformación del país, que terminaría reflejándose también en un crecimiento del sector privado. Quince años después, queda claro que se equivocaron.

Hoy, Ecuador es un país en el que servidores públicos, que no son ni el 10 por ciento de la fuerza laboral, ganan varias veces más que sus mandantes —aquellos ciudadanos de a pie que se baten en la informalidad o en el sector privado— y consumen toda la recaudación tributaria del país en sus sueldos. No solo ganan más, sino que gozan de una envidiable estabilidad laboral —gozan de inmensas protecciones legales y ni siquiera con la pandemia se redujeron sus números— y seguridad —son poquísimos los burócratas de carrera que pierden su trabajo por ineficiencia o falta de probidad—-. Gozan además de privilegios y “derechos adquiridos” que, en la práctica, representan más gasto público y que, aunque legales, resultan injustos e indignantes cuando se los contrasta con los sacrificios y privaciones que enfrenta a diario la gente común.

La burocracia no solo es privilegiada económicamente, sino también poderosa; aunque pequeña en números, puede sabotear contundentemente a cualquier autoridad que juzgue su enemiga. Por ello, no es razonable esperar que, en un futuro cercano, algún gobernante ose adoptar medidas de ‘shock’ para reducirla. Pero sí se puede, al menos, desincentivar desde ya su crecimiento y exigirle más resultados.