La macroeconomía no es lo único importante, pero su peso en la estabilidad nacional es innegable. La crisis de popularidad que enfrenta el actual Gobierno —caracterizado por su rigurosidad fiscal y preocupación por los indicadores macro— conlleva el peligro de que se instale en la sociedad ecuatoriana un desprecio por la responsabilidad en el manejo económico. Ese desdén por la estabilidad monetaria, la baja inflación, el ahorro, el buen historial crediticio o el endeudamiento racional —característico de los populismos— equivale a creer que en un barco no importa el rumbo de la navegación, sino solo la comodidad de los tripulantes.
Ecuador sigue siendo un país necesitado de recursos. No importa cuántas piruetas se haga con impuestos o con subsidios, o cuánto se enfatice el debate sobre la gestión gubernamental o la redistribución, es injusto distraer a la ciudadanía del hecho de que todavía no producimos lo suficiente para que todo ecuatoriano viva, y no solo sobreviva. Las más recientes proyecciones de crecimiento, aunque por encima del deprimente promedio regional, son aún bajas; mientras eso no cambie, no podemos aspirar al desarrollo en un plazo racional, independientemente del discurso político de turno.
No se debe desechar y reemplazar la preocupación macroeconómica, sino complementarla. Quizá no es momento de esperar giros ideológicos, pero, así como se han hecho importantes logros en materia comercial, es razonable aspirar a avances en infraestructura y en educación que deriven en mejoras de productividad a corto y mediano plazo.