Priscila Amalia González Briceño
A un año de la crisis del coronavirus, mucho se ha avanzado en fortalecer la investigación y las herramientas necesarias para prevenir que un nuevo patógeno se disperse y cree una pandemia; sin embargo, si se siguen perdiendo vidas y destruyendo economías, o si el SARS-CoV-2 se convierte en el comienzo de una ola de nuevas epidemias, sería solo una muestra del despeñadero político. El acelerado desarrollo científico es el que mantiene a la humanidad lejos de ser indefensa. Las epidemias ya no son fuerzas incontrolables de la naturaleza, a diferencia de lo que sucedió en la peste negra e incluso en la gripe de 1918. Hoy los humanos tienen incluso un mundo virtual donde refugiarse del patógeno, y esto ha hecho que este desafío de alguna forma sea manejable.
En este sentido, ¿por qué hay millones de muertos en el mundo? ¿Por qué existen economías enteras colapsadas y hasta países cerrando sus fronteras? Simple, por malas decisiones políticas. Mientras que los científicos del mundo compartieron información libremente y trabajaron juntos en beneficio de la investigación en general, los políticos no consiguieron crear alianzas nacionales e internacionales contra el virus y acordar un plan global.
A pesar de que, en pocos meses se tuvieron claras las medidas que podrían demorar y detener las cadenas de infección, la humanidad se retiró al mundo virtual porque el mundo material era inhabitable hasta el control del virus letal. En menos de un año, había producción masiva de varias vacunas y en la guerra entre los humanos y los patógenos, los humanos nunca habían sido tan poderosos.
No obstante, el año del COVID-19 también expuso una limitación del poder científico y tecnológico, al dejar claro que ninguno tiene el alcance para reemplazar procesos políticos porque, por ejemplo, a la hora de construir una política pública, se tienen que tomar en cuenta muchos intereses y valores, y dado que no hay una manera científica de determinar cuáles son más importantes, no hay una manera científica de decidir qué debemos hacer.
Actualmente, vivimos un nacionalismo de la vacuna, creando una nueva clase de desigualdad global entre los países que pueden vacunar a su población y los que no. Mientras tanto, quienes seguirán en la trinchera son los médicos y enfermeros, trabajadores esenciales del comercio minorista y de la seguridad, y los repartidores que se convirtieron en la delgada línea roja que mantiene viva la civilización.
Si algo falla, entonces, no habrá otra responsable que la propia humanidad por las decisiones vanas que tomamos, porque los políticos y los votantes a veces logran ignorar las lecciones más obvias.