La vida nos introduce en una especie de templo cósmico que tiene por bóveda los mares celestes y por naves las regiones del mundo; por cuyo interior navegan los seres humanos, a la espera de conciliar mareas y de reconciliar oleajes. Para ello, hay que comprometerse por remar sobrellevándonos mutuamente, mediante una actitud responsable que aminore tensiones con el análogo y disminuya afanes destructivos entre nosotros y con la naturaleza.
No olvidemos que tenemos una misión de gobierno y de custodia, ante los continuos movimientos, algunos de ellos de retroceso, causados por nuestras miserias e imperios inhumanos. Desde luego, esta frialdad con la que nos batimos, o el mismo espíritu de indiferencia que cultivamos, nos están dejando sin corazón. Ojalá aprendamos a ser hogar y a cultivar el amor como don supremo, dejando a un lado al dinero que nos lleva a la hecatombe.
Mayormente, en nuestra época, la ciudadanía no ha respetado el hábitat, deformándolo a su capricho, haciendo irrespirable el aire y contaminándolo todo, llegando a alterar los sistemas hidrogeológicos y atmosféricos, desertizando espacios verdes, sin apenas considerar el ámbito marino; por cierto, uno de los componentes primordiales de nuestro planeta, sobre todo para estabilizar el clima, mantener la vida en la tierra y facilitar el bienestar de sus pobladores. A todo esto, hay que añadir las formas de industrialización salvaje, humillando lo que es un jardín de biodiversidad, nuestra morada. Quizás esto nos pase, por no haber meditado el gran libro de la creación.
Toda esta penosa realidad, debe hacernos repensar con actuaciones eficaces, antes de que nos sobrecojan los siniestros, acrecentando los problemas de supervivencia, con una labor conjunta de mejora global de las condiciones existenciales. La casa común nos requiere a todos, sin excepciones, para lograr una nueva armonía.