Álvaro Peña Flores
El dos mil veintidós se nos fue como el agua entre los dedos, parece que fue ayer cuando que asumimos los compromisos, retos y propósitos de mejorar algún aspecto de nuestra vida, acciones que, a la vista, solo duraron la víspera y el día. Hoy, a las puertas de que se termine este año, tenemos ya nuevamente una lista de nuevos propósitos. Seguramente encabezarán la lista los mismos de siempre: empezar la dieta, comenzar a hacer ejercicio, desarrollar el hábito de la lectura y así una serie de intenciones buenamente fundamentadas, que creemos nos ayudarán a mejorar nuestros días.
Creo que es hora de desechar los antiguos propósitos y sumemos a nuestras vidas propósitos de valía, aquellos que se perdieron en el transcurso de la vida y de la evolución de la sociedad. Me refiero específicamente a tres. La empatía: qué difícil es entender al otro cuando no nos ponemos en sus zapatos y no entendemos el sufrimiento de la historia ajena. Por eso juzgamos sin pensar y actuamos como centros del universo. La responsabilidad: un bien que se ha perdido sin clemencia. Asumir las consecuencias de nuestros actos cotidianos, relacionados con la familia, el trabajo y la sociedad. Actuar pensando que lo que hacemos genera impacto; este año en el ámbito político elegiremos a nuestras autoridades, creo que es la mejor ocasión para reivindicarnos. Y, por último, la humanidad: ese aspecto que nos diferencia de los demás seres vivos, pensar y actuar sabiendo que el prójimo es otro yo y que merece el mismo valor y respecto que nosotros mismos.
Todo propósito de año nuevo, independientemente del tipo que sea, tiene un sentido profundamente bueno, siempre y cuando nos ayude a crecer y a mejorar este bárbaro matadero. Siendo empáticos, responsables y humanos nos vemos más bonitos, aunque sea gorditos.