Lev Davídovich

Andrés Pachano

“…cuando la puerta de metal plomizo se cerró, Ramón Mercader escuchó como la historia caía postrada a sus pies…”.

Esta frase del escritor cubano Leonardo Padura en su extraordinaria novela “El hombre que amaba a los perros”, resume la instancia final de la vida de un soñador en manos del español Mercader; el fin de la vida de un político y revolucionario militante, escritor, periodista. El imaginado ronco crepitar de esa puerta que se cierra, es la poética metáfora de la muerte por asesinato de Lev Davidovich, más conocido como León Trotski, nombre que lo adoptara de uno de sus carceleros en las frías mazmorras siberianas.

Trotski, nacido en Ucrania, creador del ejército rojo en la revolución rusa, obtuvo gran notoriedad por ser el artífice de la suscripción del tratado de Brest-Litovsk con el Imperio alemán, por el cual Rusia dejaba de participar junto a los aliados occidentales en la Primera Guerra Mundial; ese hecho permitió la consolidación de la revolución bolchevique y afincó su importancia en el gobierno presidido por Lenin. A la muerte de él, Stalin se hizo del poder y se inició la persecución de los actores de la revolución. Trotski, apresado, confinado y luego expulsado, terminó su peregrinaje en México, en donde fue asesinado por el agente de Stalin Ramón Mercader, el 20 de agosto de 1940.

El relato de Padura, con rigurosa fidelidad a la vida de Trotski, es apasionante de principio a fin; su lectura es un fascinante recorrido por la historia, que de por sí sola ya atrapa en sus líneas y es también el transitar por el suspenso, no menos atrayente, de una novela policíaca; a eso sumemos un lenguaje fácil, muchas veces poético. En fin una obra literaria apasionante, cuya lectura contiene el poder de secuestrar al lector y que hace de ella una placer.

“…La bruma helada devoró el perfil de las últimas chozas y la caravana penetró otra vez en el vértigo de aquella blancura angustiosa sin asideros ni horizontes…”, esa bruma helada -como lo dice Padura- que conduce al exilio, desembocó en un golpe seco, asesino, de un piolet en la cabeza de Trotski; y él .… ya no tuvo más horizonte, tampoco su victimario. Sus puertas se cerraron.