Por: Pablo Rosero Rivadeneira
El correo electrónico llegó por la noche anunciando la oscuridad. Adiviné el resultado en el remoto lugar de la conciencia donde se procesa lo inevitable, mientras el PDF se abría con lentitud. Me pareció irónico que la palabra “positivo” signifique, en este caso, llevar conmigo el virus fatal. Llamé a mi mamá e intenté convencerla de que no será tan grave, que muchas personas cursan la enfermedad en sus casas con leves malestares. Algo me dijo que no será así.
Los siguientes cinco días estuvieron marcados por la fiebre, el ardor de la garganta, la pérdida del apetito y un desgano absoluto por hacer cualquier cosa. Yo, que siempre me había preciado de mi independencia, ahora no tenía fuerzas para levantarme a cocinar o para hacer las vaporizaciones de eucalipto que me recomendaban. Lo peor estaba por venir.
Al sexto día, era evidente que no podía llevar solo la enfermedad. Mi tía y mi prima me ayudaron a conseguir un UBER que me traslade al hospital. Nunca el trayecto entre Quito e Ibarra me pareció tan nostálgico. Ya en el hospital, caminar los treinta metros hasta la carpa de atención de pacientes con síntomas respiratorios me agitó como si hubiera subido una montaña.
Me pusieron una bata tan delgada como mis fuerzas y me llevaron al aparato que realiza tomografías. Para hacerlas, el paciente es ingresado en una especie de túnel. Fue ahí donde sentí toda mi pequeñez y mi fragilidad. Pensé entonces en mi mamá y mi hermana que soportaban con estoicismo la incertidumbre y eso me ayudó a resistir.
El resultado de la tomografía anunció un daño pulmonar del 80%. Ya para entonces debía utilizar una suerte de mascarilla que me insuflaba oxígeno pero a la vez me ahogaba.
A la mañana siguiente me llamó la atención el ir y venir de los médicos. Algunos enfermos eran trasladados y sus puestos ocupados por nuevos pacientes. Un médico, intentando disimular con diplomacia la gravedad del momento, me anunció: – Le trasladaremos a la Unidad de Cuidados Intensivos para aplicarle terapia de alto flujo. La noche oscura apenas empezaba para mí.