Cuando bebas lágrimas, recuerda los motivos. El mundo tiene que volver a ser una familia, un hogar de luz y certeza, cuya ciudadanía debe comprometerse públicamente en aunar esfuerzos, para poder ofrecer el futuro que queremos. Hoy en día, la urgencia de que todos los pueblos se adhieran, para cumplir la promesa de las Naciones Unidas, nunca ha sido mayor.
Tenemos que entroncarnos para que pueda germinar el árbol viviente. Por desgracia, caminamos desorientados, entregados a nuestra egolatría posesiva. Hemos olvidado nuestras raíces comunitarias, hasta el extremo de que lo que era el núcleo de la sociedad, la unidad armónica doméstica, se ha corrompido con mil batallas absurdas.
Despertemos, pues, para salir cuanto antes de esta concepción individualista y relativista que no entiende de nexos y que tampoco comprende la vida social, con su búsqueda de valores y dimensiones de trascendencia.
El tiempo hace estragos, cuando el lenguaje de la indiferencia nos gobierna y el corazón no se revela. Ciertamente, el momento nos llama a la unidad global; y, al igual, que no existe ninguna otra organización mundial con la legitimidad, el poder de convocatoria y el impacto normativo de las Naciones Unidas, también se requiere de otras condiciones para que la familia tenga continuidad digna, con legislaciones vinculantes congruentes a su auténtica identidad, mediante políticas fiscales justas.
La baja natalidad es la peor pobreza de una sociedad. En consecuencia, tenemos que volver a encandilarnos y a tomar la gratitud como lenguaje y la gratuidad como servicio. Desdichado de aquel que no tiene donde acogerse ni recogerse, normalmente malvive en el desamor y en la intemperie. La vida no es fácil para nadie, tenemos que empezar a valorarla cada día, sabiendo que cada instante es un arco iris que esconde el negro, pero también un horizonte inmenso lleno de posibilidades.