Como cada 23 de abril se entregó el premio Cervantes, el más importante de nuestra lengua, que este año reconoció la obra de Álvaro Pombo. Aquejado por las impiedades de la vejez, su discurso trató sobre una palabra clave en la vida y en nuestro tiempo: la fragilidad. Somos una especie más frágil de lo que deseamos reconocer, vivimos en un mundo cuyo equilibrio es frágil y nos atrevemos a jugar con él y la vida es, desde luego, un regalo frágil y bello.
Habló de la fragilidad hispana y yo pienso en la cabeza gacha del español porque para gente simple como Trump, es un idioma de pobres. Nos haría falta rescatar cierta hidalguía, en un mundo que como señaló Pombo, se ha vuelto frágil porque la idea se ha diluido a golpe de influencers y mercachifles. Un mundo donde ni se ve ni se sabe de ese concepto tan hispano y urgente: el honor.
En todo caso, la fragilidad de la lengua es sólo aparente porque el número de hablantes que gritan y piensan en castellano crece sin tregua. Porque el legado de gente como Pombo o Mario Vargas Llosa ha enriquecido y pulido nuestra lengua que también se escuchó con naturalidad, franqueza y orgullo en los labios del Papa Francisco para hablarle al mundo de paz, de misericordia con el afligido, el migrante, el diferente y claro, de perdón.
La muerte de Francisco y sus tareas pendientes con Latinoamérica debe hacernos pensar un hecho: en el continente más desigual del planeta, con brechas enormes y una polarización fúrica, sólo la Iglesia sobrevive como único puente de entendimiento mutuo. Un puente frágil pero vivo. La única institución que ha podido sentar a los bandos contrarios en los momentos de mayor tensión.
Incapaz de provocar acciones, pero base de nuestra fuerza, el otro elemento de unión es la lengua. El castellano con su diversidad y vigencia, es el menos frágil de nuestros nexos.