35 años atrás cuando ya la villa y el asiento colonial habían emprendido el camino de las construcciones, sobre los despojos y la destrucción del 49, sin obedecer normas arquitectónicas que ya regulaban los crecimientos urbanos, en la otra orilla del río que era todavía morada de preñadillas, caudaloso y cristalino, la naturaleza era pródiga y sus moradores dueños de cultivos florales y frutales, sentían poseer una de las mesetas que la geografía engalanaba sus vidas y ensueños.
Los adolescentes eran su juventud y sus mayores ya imaginaban lo hermoso que sería edificar sus viviendas, reguladas por el uso de sus espacios donde seguir cultivando sus flores y cosechando anualmente sus frutos, que también eran cédulas de identidad a los que los ecuatorianos obedecían para calificar a sus hermanos ambateños.
Pero todos sabemos que la urgencia de construir viviendas no perdona muchos sentires y placeres, que el suelo guarda en sus entrañas. Empresas dedicadas a la solución de los anhelos, con toda su capacidad, muy bien dirigidas por sus administradores, adquirieron hectáreas en esta otra orilla, procedieron a la parcelación y urbanización de sus lotes.
Y nació Ficoa cobijada por la apetencia de cientos habitantes de la orilla del frente a los que la falta de infraestructura vial, de servicios básicos, no los arredró y construyeron sus viviendas guardando en sus diseños el cariño al jardín y cultivos que fueron sometidos, para que sean reemplazados por el hormigón y la madera, reservando frentes y transfondos donde se podía seguir al menos con pequeños cultivos y contados árboles.
Los Municipios se han encargado de la construcción de calles, principales y secundarias, lindos parques y parterres, de autorizar la creación de barrios orgullosos de su origen, habitados por cuatro décadas por amigos que mantienen como emblema ese orgullo. Y que no van a permitir que se los pinten con colores de zona rosa. Que lo que exigen es respeto a lo que ya existe. Y punto.