El frenesí de la desinformación

GABRIEL ADRÍAN QUIÑÓNEZ DÍAZ
GABRIEL ADRÍAN QUIÑÓNEZ DÍAZ

“La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”. Así lo escribió el filósofo y escritor francés, Jean Francois Revel, en su obra “El conocimiento inútil”, allá por 1988. Desde entonces, han progresado como herramienta de acción política e incluso como estilo de comportamiento social, las noticias falsas, las medas verdades, el morbo asociado a ellas, las cadenas que circulan en las redes, y los “rumores mediáticos” sobre los más insólitos temas”. El antiguo chisme se ha transformado en métodos y máscara para esconderse, y en arma para golpear a personas, instituciones e ideas. Incluso, para desacreditar a la conciencia.

La desinformación prospera en muchos temas; es asunto universal y de cada instante, y si algo nunca reposa y provoca fatiga hasta lo insoportable, es la profusión de mensajes, notas, videos, comentarios y entrevistas a gente de todo pelaje. La verdad no sale bien librada de semejante tormenta, al punto que incluso los diccionarios han incorporado el concepto de “posverdad”, un eufemismo para designar a la mentira.

El fenómeno prospera entre las masas de receptores de información, que ahora constituyen la “opinión pública”. Los receptores pulsan nerviosamente su móvil para retrasmitir toda clase de mensajes, sin reserva, prudencia, contrastación, límite ni crítica, observados por el afán de la novedad, y por el síndrome de “informar primero”.

Además de la devastación de la lengua y del sacrificio de la ortografía en que con frecuencia se incurre, la tensión informativa y la sensación de incertidumbre que esas prácticas generan, fraccionan los núcleos de ideas y valores sobre los que se asientan la democracia, el Estado de derecho, la acción política responsable, las ideologías, e incluso el deporte y la cultura, que, por cierto, no tiene mínimo espacio en semejante torbellino. En estos tiempos, se describe constantemente una versión distinta a los hechos, se cuenta una nueva historia, y se construyen caricaturas de la realidad, que se evaporan rápidamente entre personajes que apuestan a la imagen y al espectáculo.

El pueblo necesita un mínimo de creencias que vinculen a la gente. Con los incesantes flechazos de desinformación que se disparan desde el anonimato-desde la difusa “opinión pública”- ninguna institución ni acuerdo puede tener sustento, y el resultado es la anarquía, la incertidumbre, el populismo y la demagogia. Una república auténtica necesita tolerancia, derechos, trasparencia y verdad. Necesita convicciones de que existen obligaciones que cumplir, valores que respetar y libertades que proteger.

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GABRIEL ADRÍAN QUIÑÓNEZ DÍAZ