El espejismo de los números

8M: El legado que seguimos escribiendo
Victoria Ramón

Las elecciones del domingo en Ecuador dejaron una certeza innegable: la polarización no solo sigue vigente, sino que se profundiza con cada proceso electoral. Y en este escenario, las encuestas a boca de urna, que deben ser herramientas para entender tendencias, se han convertido en una chispa más en el incendio de la desconfianza.

El error de las encuestas no es solo un fallo técnico, sino un detonante de indignación. Los resultados preliminares que muchos tomaron como definitivos crearon expectativas que se desplomaron apenas avanzaron el relato oficial. La reacción es inmediata: deslegitimación de los resultados y una narrativa de manipulación que cada bando adapta a su conveniencia. En un país dividido, cualquier dato erróneo no se ve como un simple desacierto, sino como una prueba más de un sistema roto.

Este tipo de episodios solo refuerza una crisis más peligrosa: la pérdida de la confianza en las instituciones. Cuando se deja de creer en las encuestas, en el proceso electoral y hasta en la propia democracia, las elecciones dejan de ser un mecanismo de cambio y se convierten en un espectáculo donde nadie acepta perder. Así, la polarización se vuelve estructural, no solo política, sino social. La gente ya no solo vota por candidatos, sino contra el otro bando, con la convicción de que cualquier resultado que no les favorezca es ilegítimo.

Las encuestas a boca de urna fallaron, sí. Pero el verdadero problema es que, en un país donde la confianza ya es frágil, cada error es un argumento más para seguir dividiéndonos. Y cuando la polarización es la única constante, no importa quién gana en las urnas: Ecuador siempre pierde.