El 24 de mayo de 2022 será el bicentenario de la gesta del Pichincha, será también el primer informe a la nación del flamante Presidente Lasso y estaremos (ojalá que sí) de vuelta en al mundo de los abrazos y las aglomeraciones.
Mientras tanto, los ecuatorianos deberíamos aprovechar reflexionando sobre el curso de nuestros últimos 200 años. Sacar cuentas con el pasado y reconciliarnos con espíritu crítico y una necesaria dosis de orgullo y ternura. Al hacerlo, estaremos inaugurando con el nuevo siglo un periodo de madurez que nos revele nuestra verdadera identidad.
El historiador Jared Diamond explica en su libro ‘Crisis’, que tanto las personas como los países que mejor enfrentan los declives de la vida son aquellos que tienen una identidad fortalecida, lo que se traduce en autoestima, sentido de continuidad y realización, pero sobretodo en una palabra menos new age y más eterna: Independencia.
El 24 de mayo de 1822 ganamos libertad fáctica pero no necesariamente independencia. La independencia requiere de una madurez que no empata con nuestro infantil gusto por la queja hueca, aquella que no tiene el buen gusto de la crítica argumentada ni la buena voluntad de la propuesta. Una madurez que no mezcla los conceptos de identidad con pureza social, victimismo, o miedo a la modernidad. Que no confunde la independencia con el aislamiento, ni la soberanía con el berrinche y la rabieta intrascendente por vacía y repetida.
Ecuador tiene una identidad latente, una continuidad histórica, incásica e hispánica. Deberíamos concentrarnos más en aquello que nos une que en aquello que nos aleja, porque es la única manera de alcanzar el desarrollo. Diamond resalta otras características para enfrentar las crisis, flexibilidad, apertura a los cambios selectivos, responsabilidad y autoconciencia. Elementos de una verdadera independencia.