Ruby Mena Melo
La hipocresía es el ‘arte’ de aparentar cualidades o emociones que en realidad no se sienten; de ahí nace el hipócrita: alguien que miente en sus relaciones, fingiendo y creando una versión falsa de sí mismo. Te muestra lo que quiere que veas, pero no lo hace por ti, sino por su beneficio.
Cada elección parece ofrecer a los políticos una nueva escena para pulir su actuación y presentarse como los grandes salvadores. Durante las campañas nos bombardean con promesas de transformaciones sociales, éticas y económicas; aparecen en actos públicos, en mercados, y hasta en eventos religiosos, encarnando una imagen de sacrificio y humildad, diseñada para crear empatía y cercanía con el ciudadano común. Sin embargo, el encanto de esas palabras y las imágenes meticulosamente planeadas desaparecen en cuanto alcanzan el poder. La fachada de honestidad se desploma, y surge la corrupción.
Cuando la hipocresía política se mezcla con el cinismo, surge una complicidad evidente, de alguna forma, aceptada socialmente. Esta combinación termina favoreciendo prácticas que buscan el beneficio propio en lugar del bienestar colectivo, dejando al pueblo en un segundo plano.
La opacidad en los procesos y la impunidad en casos de corrupción permiten que muchos políticos, al llegar al poder, actúen sin temor a repercusiones. En muchos países la legislación no aborda con firmeza la supervisión de las acciones de los funcionarios, y aquellos encargados de fiscalizar el poder suelen estar demasiado involucrados en el juego político como para hacer su trabajo de manera efectiva. De este modo, el corrupto se siente respaldado por un sistema que, en vez de sancionarlo, tiende a protegerlo.
La raíz del problema es la permisividad de una sociedad que, quizás por resignación, acepta como inevitable la falsedad de los políticos.