La opinión pública

Delia Steinberg Guzmán

La realidad diaria nos muestra una opinión pública que se mueve entre los dos perpetuos extremos: críticas y halagos, yendo de uno a otro como péndulo inagotable. Y es tan temible ese péndulo que el halago supone la posibilidad de existencia y acción, mientras que la crítica es algo así como una lápida sobre la cual nadie se atreve a levantar cabeza.

La historia, en su constante devenir, nos muestra que según sus ciclos son también los intereses humanos: a veces importa más el deber y el honor que ninguna otra cosa, y a veces estos principios quedan eclipsados por un hedonismo y un materialismo que no quieren compromisos profundos con el hombre interior, ni con la historia, ni con Dios. Allí es donde entra en juego la «opinión pública» y sus variadas modas. Y allí reside el riesgo de perderse en vanas especulaciones, mientras se esperan los aplausos que nunca vendrán y mientras se pierden las buenas oportunidades de actuar de manera útil y efectiva en la vida.

Lo importante es actuar, definirse, arriesgar muchas veces una equivocación, pero ponernos al servicio activo de uno mismo, de los otros hombres y, en síntesis, de Dios. Si nos elogian, bien; si no nos elogian, bien también; y si nos critican, igualmente bien.

Ni el sol deja de alumbrar, ni el mar de batir las costas, con la misma inexorabilidad, y más allá de las meras opiniones, el hombre idealista ha de cumplir con el destino, dando cabida a la voz de su vieja y profunda conciencia antes que a las mudables versiones temporales.

«Antes que el alma pueda oír, es menester que uno se vuelva tan sordo a los rugidos como a los susurros, a los bramidos de los elefantes furiosos, como al zumbido argentino de la dorada mosca de fuego». (Libro de los Preceptos de Oro, Tíbet).

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