Chuchaqui electoral

Cristian Vaca Ortega

Cristian Vaca Ortega

Dicen que el chuchaqui es el precio de la fiesta: una deuda fisiológica que el cuerpo te cobra con dolor de cabeza, boca pastosa, y esa incómoda mezcla de vergüenza y amnesia selectiva. Nadie quiere recordar que bailó encima de la mesa, que juró amor eterno a desconocidos o que lloró por la ex. Lo mismo pasa con las elecciones.

Durante la campaña, el país entero parece haberse metido una botella de aguardiente ideológico: se dicen cosas sin filtro, se insulta con pasión, se jura lealtad a líderes como si fueran redentores del Apocalipsis y se repite cualquier estupidez que suene bonito en redes. Es la orgía democrática del ruido, donde todos creen tener la razón, aunque nadie tenga ni idea.

Pero luego llega el chuchaqui. Pasan los comicios y empieza la resaca moral. El que acusó al otro de ladrón, hoy le extiende la mano para “trabajar por el país”. El que gritaba “¡corrupción!” ahora calla como testigo protegido. Los influencers políticos desaparecen, y los votantes, con la cabeza baja, dicen que “en realidad no estaban tan convencidos”.

Y el ciudadano… ay, el ciudadano. Ese que hoy se queja, pero que ayer gritaba como groupie en mitin de campaña. Ese que juró jamás votar por “más de lo mismo”, pero que eligió exactamente lo mismo con otro nombre. El pueblo también tiene su chuchaqui, pero no toma café ni aspirina: toma memes, excusas, y empieza a hablar del próximo salvador, como si esta borrachera no fuera suficiente.

¿Y los medios? Bien, gracias. Pasan de cronistas del escándalo a terapeutas del consenso. Ayer exaltaban el caos, hoy piden paz. Mañana volverán al circo.

El problema del chuchaqui electoral no es solo el dolor de cabeza que deja, sino el silencio cómplice que lo acompaña. Como en toda buena borrachera, nadie quiere recordar lo que hizo, pero todos saben que lo volverán a hacer. Y aquí estamos, en este eterno periodo postelectoral, con la boca amarga y el alma pesada, preguntándonos cómo fue que terminamos otra vez con esta resaca democrática.

Y así seguimos: entre tragos de promesas y vómitos de decepción. Brindemos, entonces, por la próxima campaña. Total, no hay que darle chance al chuchaqui.

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