Mariana del Ecuador

Por: Pablo Rosero Rivadeneira

Dicen que dijo que el Ecuador no se acabará por los terremotos sino por los malos gobiernos, pero la evidencia histórica echa por tierra este mito construido en la primera mitad del siglo XX en el fragor de la contienda entre conservadores y liberales. El nombre de Ecuador aparecería casi doscientos años después de su muerte.

Dicen que vivía, encerrada en su casa, dedicada exclusivamente a rudas penitencias. Dicen que no comía.   Pero se conserva de ella una carta dirigida a un jesuita de Riobamba en la que envía, además de oraciones, bizcochos y alfajores. Su hagiografía en los archivos vaticanos abunda en detalles que la muestran por las calles llevando comida y consuelo para los menesterosos.

El tenebrismo colonial la retrató con una calavera como signo de una época en que el dolor y la muerte eran parte de la vida. Cuando el arte se despojó de esas sombras, Joaquín Pinto la retrató llena de luz, jugando con los niños, bajo la mirada curiosa de un cordero.

De vivir hoy, la llamarían activista, pero en su tiempo fue una pionera que se rebeló contra el destino de las mujeres que sólo podían escoger entre el marido o el convento. Ella, andariega, soñadora, feliz, intuyó que, en el plan de Dios, transformar la realidad era posible.

Por eso, cuando en 1645 la Real Audiencia de Quito yacía asolada por la “alfombrilla” y el “garrotillo” -nombres viejos del sarampión y la difteria- ofreció su vida por la salvación de su ciudad. Dicen que murió a los tres días de su ofrecimiento, a consecuencia quizás de su obstinado altruismo por llevar esperanza en tiempos de catástrofe.

De vivir hoy, insistiría en que el sufrimiento no es la voluntad de Dios, sino la consecuencia del egoísmo de los hombres.   Cuestionaría nuestro escandaloso dispendio de los recursos naturales.  Y entonces ella, Mariana de Jesús Paredes y Flores, sería para siempre Mariana del Ecuador.