El pétalo que cae

POR: Pablo Rosero Rivadeneira

Al amanecer del 18 de agosto de 1936, en el camino que va de Víznar a Alfacar (Granada, España) una descarga de fusiles oscurece la luz del nuevo día y asusta a los pájaros.   Un torero, un maestro de escuela y un poeta son fusilados por una partida de fanáticos fascistas. Casi al mismo tiempo, desde Londres, el presidente del Pen Club dirige un telegrama a las autoridades de Granada pidiendo con ansiedad noticias sobre un colega suyo: el poeta Federico García Lorca.

Cincuenta años más tarde, a mis siete años, en la Escuela “Modelo” de Ibarra, leo por primera vez al poeta: “El lagarto está llorando/ La lagarta está llorando/ El lagarto y la lagarta con delantalitos blancos / han perdido sin querer su anillo de desposados”.  Federico sigue vivo en los cientos de niños que aprendimos a leer y escribir con su poesía.

Más o menos por el año que asesinaron al poeta, mi abuelo cantaba tangos en una radio de Quito para redondear su mesada. Pienso que, a lo mejor, con sus escuálidos ingresos se compró un ejemplar de “Poetas de ayer y de hoy”, el folletín con poesías de García Lorca, que encontré en mi adolescencia entre las cosas que sobrevivieron a la muerte de mi abuelo. Como él, Federico pensaba que la muerte era parte de la puesta en escena que es el mundo.

En 1931 se proclama en España la Segunda República y echa al traste siglos de dominación monárquica. Son tiempos revueltos y no exentos de revancha. García Lorca recorre los pueblos españoles con “La Barraca”, una compañía de teatro que intenta rescatar la tradición oral y la literatura popular. Federico intentó devolver ilusión a un pueblo esquilmado por caciques.

Su cuerpo nunca fue encontrado. Tampoco el del torero y el del maestro de escuela.   Tampoco los de los miles de desaparecidos que dejó la Guerra Civil Española. Pero la poesía de Federico sigue tocando el corazón de muchos. A veces como una cuchillada, otras veces con la suavidad de un pétalo que cae y se resiste a ser pisoteado y morir.