Y ahora, ¿qué?

Estamos disfrutando de una tensa calma, con sabor agridulce, después de dieciocho días de violentas movilizaciones, en las que se destruyeron bienes privados y públicos y, sobre todo, se perdieron vidas humanas.

Los muertos no volverán y tampoco nadie pagará los daños causados. Se ha hecho costumbre entre los manifestantes llegar como hordas, arrasando a su paso con lo que encuentren, luego tomarse la ciudad, destruirla a mansalva, atentar contra los ciudadanos, en contra de sus bienes, saquear los negocios e imponer sus pedidos a sangre y fuego, incluyendo la impunidad para todos los maleantes, lo que incluye a los vándalos y posibles infiltrados, a los que incineraron los camiones militares en San Antonio de Pichincha, las UPC, para los que quemaron un banco, bloquearon las vías, impidieron el paso de ambulancias y sus enfermos, para todos los que a nombre de protestas sociales gestaron un golpe de estado afortunadamente fallido, detrás del cual ya celebraban los correístas, ávidos de amnistías, impunidades y de retorno al gobierno del país que destrozaron entre malas maniobras y corrupción, nombrando y vivando a Bolívar, a Alfaro, insignes personajes históricos y descaradamente también a caudillos populistas como Hugo Chávez.

Todo esto en las narices de un gobierno adormitado, sin una visión política y ninguna estrategia de comunicación, cómplice por su inacción, por su inoperancia de haber permitido  todo, sin tomar acciones a tiempo.

Este es un momento de lecciones para todos, mucho más para el gobierno que habla de  macrocifras y no ha entendido la desesperanza de los desempleados, de los enfermos sin medicinas, de los niños sin educación y desnutridos; en fin, de un pueblo que agoniza día a día.

Será necesario que el régimen, quien para firmar la paz con los indígenas tuvo que allanarse prácticamente a todo, a lo que se debía y a lo que no, porque perdió el control de las acciones, se anime a comunicarse con los ciudadanos, aproveche que tiene a los medios de comunicación a su favor y, entonces, se ponga “pilas” y empiece a caminar sin detenerse, pero observando a todos los sectores, entendiendo sus necesidades, superando los espacios viles del quehacer político. No vaya a ser que en noventa días le caigan nuevamente los manifestantes y más allá de terminar de destruir lo que quedó en pie, les entreguen el gobierno a aquellos de quienes creímos habernos librarnos votando por los que ahora gobiernan.

Ojalá también que la polarización fatal, que esta ola racista y la inmensa división entre los nacionales se pueda superar, porque los que perdemos somos todos, los de cualquier bando, miembros de un país necesitado urgentemente de paz y prosperidad.