Una maleta más grande

Cuando mi hija tenía 3 años, mi mamá le regaló una maleta con ruedas. Tenía el tamaño de una maleta de mano, y como diseño, el estampado de un simpático monstruo verde. Mi hija me preguntó si nos íbamos de viaje. “Ahora no, pero ya tienes una maleta para empacar tus cosas cuando viajemos”, le respondí peinando sus entonces cortos rizos.

Meses después de que recibió ese obsequio, mi hija comenzó a usar su maleta verde con mayor frecuencia. Cada quince días y durante cinco años, empaqué en ella dos y hasta tres mudas de ropa. Empaqué en esa maleta mis lágrimas, mis temores, mi profundo dolor por verla compartir su tiempo entre dos hogares.

Ahora su abuela le ha regalado una maleta más grande, pero todavía no tengo el valor para deshacerme de aquella pequeña y verde. Aquella que guardó sus primeras dudas, sus primeros anhelos, sus primeros miedos, sus primeras pataletas por tener que dividirse entre dos hogares.

Quisiera decirles que con el paso de los años las dudas y los miedos desaparecieron. Pero, quienes viven situaciones similares saben perfectamente que no es así. Lo que sí es cierto es que la resiliencia crece, al igual que la tolerancia y la fortaleza. Mi hija, como tantos otros niños en el mundo, empaca en su maleta ilusiones y desilusiones; pero también empaca una tonelada de amor que le permite pelear cualquier batalla.

Lo más importante es que, en cada empacada y desempacada, se acompañe al niño con absoluto cariño, paciencia y seguridad. Aquellos niños que vienen y van tienen ojos más abiertos, brazos más inmensos, sentimientos más profundos. Aquellos que comparten su corazón aprenden a querer con más fuerza y a valorar cada momento que viven junto a su madre y junto a su padre.

Ellos necesitan calidad, responsabilidad y dedicación. Ellos, con el tiempo, no necesitan solo una maleta más grande. Necesitan tener la certeza de que ambos lugares son sus hogares.