Sofía Cordero
En el corazón de Quito, el miedo comenzó a arrastrarse por los cerros que abrazan la ciudad y las empinadas calles empedradas. Todo empezó como un susurro, una sombra en las esquinas de los barrios populares: la presencia de hombres de mirada oscura y pasos seguros. Pronto, el susurro se transformó en estruendo. Los grafitis aparecieron como marcas de un presagio. Lobos y Choneros cubrieron las paredes de las casas con advertencias, señales que solo los más valientes osaban ignorar.
Los niños ya no jugaban en las calles. La gente se encerró en sus casas, mientras los murmullos recorrían los barrios como un viento frío: “ellos están aquí”. Los más jóvenes fueron los primeros en caer. Los criminales se acercaban a los niños con dulces y promesas mientras los padres observaban impotentes, atrapados en un silencio que cortaba más que cualquier cuchillo.
En las escuelas, los maestros temblaban al leer los mensajes anónimos que llegaban en papel arrugado: “Necesitamos más ojos y manos pequeñas”. Los niños se convirtieron en mensajeros de un destino torcido, cargando paquetitos de polvo blanco en sus mochilas. La inocencia se desvanecía.
La ciudad parecía encogerse, cada barrio tomado por una banda diferente, cada esquina bajo el control de un nuevo dueño. El Estado era un fantasma, la Policía y los militares, figuras decorativas incapaces de contener el caos. Las familias taparon sus ventanas con madera y rejas, y sus sueños quedaron dentro de cuatro paredes.
Pero un día, la ciudad comenzó a susurrar de vuelta. La lluvia diluyó los símbolos pintados en los muros. Las paredes, rebeldes, se llenaron de colores. Los niños, aún con miedo, dibujaron pájaros escapando de jaulas de tinta negra. Fue una rebelión silenciosa: las miradas se encontraron y las palabras conectaron los corazones. Los niños, al dormir, soñaron con mariposas de colores que recorrieron las calles, libres, pintando de esperanza cada rincón.