Sofía Cordero
En Ecuador, un día la verdad desapareció. No sabemos exactamente cómo pasó, pero las calles, que alguna vez fueron testigos de miles de historias, se llenaron de un silencio profundo, carente de voces. El país dejó de reconocer lo que era cierto. Las leyes fueron olvidadas.
Los políticos continuaban hablando, pero sus palabras sonaban como ecos vacíos. Los periodistas, muchos de ellos, antes guardianes de la verdad, escribían sin preguntarse si lo que contaban era real, si tenía algún valor. Se convirtieron en narradores de sombras, de historias distorsionadas que no ayudaban, solo confundían. Y los ciudadanos, perdidos en ese laberinto de palabras y medias verdades, comenzaron a caminar en círculos. Ya no sabían a quién creer, ni qué esperar.
Al principio, algunos pensaron que era solo un mal momento, una fase oscura que pasaría. Sin embargo, con el tiempo, la desesperanza creció. Nadie sabía ya qué estaba bien o mal, y la frontera entre lo justo y lo injusto se difuminó.
Fue entonces cuando un pequeño grupo de personas se reunió en un rincón olvidado del país. Querían reconstruir lo que se había perdido. Empezaron por escuchar las historias de cada uno, sin juzgar, sin imponer. Poco a poco, se dieron cuenta de que la verdad no era algo que se pudiera encontrar en los papeles, ni en las palabras de los poderosos, sino en las experiencias vividas, en las cicatrices compartidas. La justicia no se dictaba desde arriba, sino que nacía en las miradas sinceras, en los actos cotidianos de honestidad.
Reconstruyeron palabra por palabra, gesto por gesto, lo que la mentira y el olvido habían deshecho. Con el tiempo, la gente comenzó a recordar lo que era justo y verdadero. Hoy, la gente sabe que la verdad no se puede perder por completo, y que la justicia está en los corazones de los que luchan por ella, aunque a veces sea necesario comenzar desde el principio, una y otra vez.