Sara Salazar
En los últimos años, hemos sido testigos de un crecimiento preocupante del paternalismo estatal, con gobiernos asumiendo roles más amplios en la vida de los ciudadanos. Si bien la intención inicial puede ser la de garantizar un ‘bienestar’ general, resulta esencial abordar no solo las implicaciones directas del paternalismo, sino también la emergencia de un fenómeno paralelo que ha cobrado fuerza en ciertos sectores de la sociedad: el resentimiento social.
En el escenario político y social del Ecuador, el paternalismo estatal ha sido una constante que ha marcado el devenir del país. La intervención gubernamental en la vida de los ciudadanos, a menudo justificada en nombre del ‘bienestar colectivo’, ha generado un debate persistente sobre la efectividad y las implicaciones éticas de esta práctica. Es crucial cuestionar la naturaleza y extensión de los subsidios estatales que, en teoría, buscan ‘mejorar la calidad de vida de los ecuatorianos’.
Sin embargo, la delgada línea entre la asistencia y la dependencia puede desdibujarse fácilmente. Cuando la intervención se torna excesiva, se corre el riesgo de crear una dinámica de dependencia que, paradójicamente, debilita la capacidad de las personas para tomar decisiones informadas y asumir responsabilidades. En el contexto ecuatoriano, esto cobra relevancia al examinar la extendida red de subsidios implementada por el Estado.
Uno de los aspectos más discutidos es el subsidio a los combustibles, una política que ha sido objeto de múltiples reformas en los últimos años. Si bien la intención inicial fue aliviar la carga económica de los ciudadanos más vulnerables, la realidad es que estos subsidios a menudo benefician a sectores de ingresos más altos y generan distorsiones en la economía. Es primordial abogar por un enfoque más focalizado y eficiente, donde las ayudas económicas estén dirigidas específicamente a quienes más lo necesitan, evitando así la dilución de recursos en segmentos de la población que podrían prescindir de este apoyo.
El riesgo de perpetuar la dependencia se agrava al considerar el abanico de subsidios que abarcan desde alimentos hasta servicios básicos. Si bien es innegable que estas medidas buscan mitigar la pobreza y mejorar las condiciones de vida, hay que considerar modelos que propongan un análisis más profundo de las consecuencias a largo plazo. La dependencia constante de las ayudas estatales puede generar una sociedad pasiva, renuente a asumir responsabilidades individuales y a buscar soluciones independientes.
El debate sobre el paternalismo estatal en Ecuador debe considerar también la sostenibilidad fiscal. Los subsidios extensos, aunque ‘bien intencionados’, pueden poner en riesgo la estabilidad económica a largo plazo.
El Estado más eficiente en la asignación de recursos apunta a evitar el despilfarro y garantizar que los fondos públicos se utilicen de manera efectiva, maximizando así su impacto real en la mejora de las condiciones de vida de los más necesitados.
El problema no radica exclusivamente en el paternalismo estatal en sí mismo, sino en la reacción que puede generar en algunos sectores de la sociedad: el resentimiento. En Ecuador, factores como la distribución desigual de recursos y oportunidades han contribuido al surgimiento de este fenómeno, generando tensiones que amenazan la estabilidad social. Debemos ser críticos de las ideologías que perpetúan el victimismo. Es fundamental cuestionar cómo se gesta este resentimiento y qué papel desempeñan las narrativas políticas en su exacerbación. El discurso que fomente la división y promueva la envidia puede convertirse en un caldo de cultivo para el resentimiento social, desviando la atención de soluciones constructivas hacia una dinámica perjudicial para la convivencia pacífica.
En Ecuador, es evidente que ciertos sectores de la población han abrazado el resentimiento como respuesta a sus condiciones percibidas como injustas. La polarización resultante no solo dificulta el diálogo constructivo, sino que también obstaculiza la construcción de consensos necesarios para abordar los desafíos estructurales del país.
Es esencial reconocer que el Estado no puede ni debe convertirse en el único proveedor y protector de los individuos. La libertad individual implica asumir la responsabilidad de nuestras elecciones y aprender de las consecuencias. Debemos abogar por una sociedad que valore la meritocracia y la igualdad de oportunidades, permitiendo que cada individuo alcance su máximo potencial sin depender en exceso de la asistencia gubernamental.