Nuestra fe no se regula

SARA SALAZAR

Sara Salazar

En la actualidad, donde el relativismo se ha convertido en dogma y lo políticamente correcto actúa como mordaza, la Semana Santa en Ecuador se mantiene como uno de los últimos bastiones de resistencia cultural y espiritual. Mientras muchos se esfuerzan por redefinir nuestras identidades desde la comodidad de sus escritorios, el pueblo aún se arrodilla, aún reza, aún se conmueve ante la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro señor Jesús. Pero no nos engañemos: esta resistencia no es eterna si no se defiende. Nuestra fe, puede correr el riesgo de ser reprimida por asfixia legislativa, por omisión política y por la traición institucional.

Las calles de la región Costa, Sierra, Amazonía e insular se llenan de fieles que, entre incienso, lágrimas y cánticos, reviven una verdad que trasciende el tiempo: Cristo venció a la muerte. El Domingo de Resurrección no es una simple postal folclórica ni una excusa más para hacer turismo; es la reafirmación de nuestra fe que le da sentido al dolor, al sacrificio y a la esperanza. Y, sin embargo, esta verdad se vuelve cada vez más incómoda para los ingenieros sociales del siglo XXI y las élites progresistas.

Lo vimos recientemente con el proyecto de ley orgánica de libertad e igualdad religiosa. Promovida y respaldada por varios políticos, supuestamente esta ley, como sugiere su nombre, era una herramienta para garantizar derechos, pero al final solo era una sutil forma de meter la tijera ideológica en las iglesias como ya lo han hecho anteriormente en las escuelas, colegios y universidades. Una “igualdad” impuesta desde el Estado, que no busca proteger la libertad religiosa sino domesticarla, controlarla, someterla a los estándares del pensamiento único. Afortunadamente, el proyecto fue archivado tras una fuerte reacción ciudadana. Pero la pregunta permanece: ¿por cuánto tiempo?

No olvidemos que cuando el Estado se arroga el derecho de decidir cómo debe manifestarse la fe, la libertad religiosa deja de ser un derecho natural y se convierte en una concesión del burócrata de turno. ¿Y qué garantiza que mañana no resurja el proyecto, maquillado, suavizado, con lenguaje inclusivo y envoltorio multicultural? Hoy le dicen “regulación”, mañana será “intervención”, y pasado, prohibición. Como ya pasa en Nicaragua.

Mientras la Asamblea juega con la semántica legal, el pueblo sigue cocinando fanesca con los doce granos que honran a los apóstoles, sigue caminando kilómetros para cumplir sus promesas, sigue cargando sus cruces porque sabe, aunque muchos pretendan olvidarlo que la cruz tiene un significado más trascendental, que no cabe en un decreto.

La Semana Santa no es un “evento cultural”. Es una declaración. Una que dice que el alma existe, y que la verdad no es negociable. Es, en suma, la negación del nihilismo que intentan vendernos como libertad. Por eso incomoda tanto. Por eso quieren vaciarla desde dentro, permitir la forma y extirpar el fondo. Convertir la misa en performance y al sacerdote en coach emocional. Ecuador, por ahora, resiste. Pero resistir no es suficiente. Hay que pasar a la ofensiva. Hay que defender la fe en los púlpitos, pero también en las leyes. En las familias, pero también en los medios. Porque si el cristianismo desaparece, no vendrá la paz multicultural que nos prometen. Vendrá el vacío, el caos, la colonización mental.

Este Domingo Santo no es solo el final de una semana. Es la proclamación de que la vida tiene sentido, de que el amor redentor existe, de que no todo se compra ni se negocia y que nuestra fe, no se somete a decretos políticos. Es tiempo de recordárselo a los políticos de turno.