Rosalía Arteaga Serrano
Hablar y escribir sobre el tema de las migraciones se ha vuelto casi un lugar común, está en el discurso político, pero también en los análisis académicos. Se habla de las razones, los flujos, los países de origen y destino.
En el caso ecuatoriano, tal vez la migración más fuerte que se registra es la ocurrida alrededor del año 2000 cuando, movidos por la crisis económica y la angustia de la quiebra de los bancos, miles de ecuatorianos decidieron arrostrar el difícil camino hacia otras latitudes, prioritariamente a Estados Unidos, España e Italia, sin descartar números más reducidos a otros países europeos, así como también a algún país latinoamericano.
Desde entonces, el dinero que envían los migrantes a sus familiares en Ecuador crece constantemente, sea para pagar los créditos en los que incurrieron para realizar el viaje –generalmente sumas cuantiosas con el consiguiente abuso de los coyoteros–. Luego llega el dinero que envían a hijos, padres y familiares para que solventen sus necesidades diarias o inviertan en la anhelada casa o terreno que les dé firmeza y tranquilidad para el futuro.
Las remesas, como lo dicen los expertos, nutren la microeconomía, ya que van a engrosar la circulación del dinero en todos los niveles, pero más especialmente en los gastos de consumo que los familiares realizan para subsanar sus necesidades diarias.
Hay quienes dicen que hay más de cuatro millones de ecuatorianos fuera del país, los destinos más usuales son Nueva York, Madrid, Nueva Jersey, Barcelona, Milán y Murcia. Y si bien no todos están registrados por ejemplo como votantes para participar en las elecciones ecuatorianas, sí envían remesas que se acercan a los $5.000 millones por año.
Esto representa la tercera fuente de ingreso de divisas al Ecuador. Quizá sea ese dinero conseguido con tanto esfuerzo el que nos salva en tiempos en los que escasea la inversión nacional e internacional, y en los que hay baja generación de empleo y de recursos dentro del país.