De la forma más tozuda, los ecuatorianos insistimos en negarnos a aceptar que la democracia contemporánea, por su esencia misma, tiende a ser representativa. Nos gusta la democracia siempre y cuando no esté conducida por gente que nos recuerde a nuestros compatriotas menos agraciados. Por eso no solemos buscar cómo hacer nuestro sistema político más incluyente, sino que, al contrario, conspiramos para hacerlo cada vez más exclusivo. Nuestras esperanzas no están puestas en generar mejores representantes, sino en apostarle al surgimiento de una escuadra de iluminados a los que buscamos allanarles el camino desde ya.
Las propuestas para la consulta popular que han trascendido constituyen excelentes ejemplos de esta mala costumbre. Ante el desprestigio y la inoperancia del Legislativo, algunos reformistas contemplan reducir el número de legisladores y adoptar la bicameralidad. La idea parte del supuesto de que el desorden legislativo proviene de que hay demasiadas voces en la Asamblea y de que muchas de estas carecen del criterio y del conocimiento necesarios. Los defensores de esta propuestas creen que un Legislativo más pequeño y, sobre todo, más selecto, haría un mejor trabajo.
No es así. El caos legislativo obedece a motivos mucho más mundanos. La población ha crecido muchísimo en las últimas décadas y más personas conllevan más asuntos que atender. El nivel educativo y socioeconómico del país ha aumentado notoriamente, lo que conlleva también exigencias más complejas. Hay cada vez más actores, más grupos económicos y más centros regionales, todos con intereses reñidos. El desorden no viene de que hay demasiados capitanes en el barco, sino de que faltan barcos para tantas misiones.
Es un despropósito querer volver a gobernar por medio de un puñado de notables, como cuando éramos un país de cinco millones de campesinos pobres. Lo que se necesita es terminar con ese Estado unitario que ya ha sido rebasado por el crecimiento poblacional, educativo y económico. No se requiere menos legisladores, sino más cámaras locales. De esa forma, cada quien con sus representantes, nadie vivirá la impotencia de verse representado por quien le es ajeno.