Privilegiados

Matías Dávila

La semana anterior subía caminando por la Av. Mariana de Jesús para tratar de llegar a mi casa. Pocos locales estaban abiertos. Entre ellos había uno que vendía choclo-mote con fritada. Ahí se me acercó un niño de unos 10 años con su hermanita para pedirme algo de comer. Se llama Anthony, y su pequeña hermana, Sarahí; les había pasado por encima la miseria. ¿Por qué Dios me había elegido a mí para tener qué comer, qué vestir, dónde trabajar, dónde estudiar? ¿Por qué no le había dado ese mismo privilegio al Anthony o a la Sarahí?

A la mañana siguiente salí a comprar el pan. Hacía un frío que calaba hasta los huesos. Cuando volvía, con las dos últimas leches que había en la panadería y con un pan “mal parado” y medio insípido, me encontré con una familia de venezolanos que parecía que no sentían el frío o no tenían más ropa: estaban con camisetas, pantalonetas y chancletas. Mamá, dos hijos adolescentes (hombre y mujer) y una pequeña niña de 3 años; su nombre es Alesandra, con “s”.

“Dame de comer, padre”, decía una mujer angustiada de 35 años como máximo. Me acerqué a compartirles lo poquito que podía y la mujer me dijo: “No consigo trabajo padre, te hago lo que quieras, pero ayúdame”. Se me estaba ofreciendo frente a sus hijos. Se le notaba el hambre en la mirada, la desesperación, la rabia… la pobreza.

Llegué a la casa a entender por qué yo. ¿Qué corona tengo para haber ido a la escuela? No pedí nacer en la familia que nací. ¿Por qué eso me dió la licencia de comer tres veces al día, de no mendigar, de leer, de tener seguro privado de salud? Luego volví a la conversación que alguna vez tuve con un gran amigo. Me dijo: “El tema no es cuestionarse por ser privilegiado, sino, con esos privilegios, hacer algo por la gente”. Mi marcha no es contra el uno o a favor del otro. Mi marcha es en contra de la miseria y la desigualdad. No más Anthonys, no más Sarahís, no más Alesandras. Mis necesidades pueden esperar.