¿Por qué la vida es así?

La felicidad es un objetivo por el que debemos luchar todos los días, pero es imposible su consecución cuando las condiciones mínimas de un país no ayudan, cuando hay que levantarse sin empleo y solventar la manutención de una familia, cuando no hay esperanza de alimento para el día, cuando la salud se vuelve un privilegio o la educación una quimera.

Esta es la realidad de una inmensa mayoría en el Ecuador y se traduce en la vida llena de contrastes de nuestras urbes, en las que unos sectores pudientes, en sitios de gran plusvalía, edifican palacetes lujosos, con servicios de última tecnología y comodidades de punta; mientras en la misma ciudad, trepándose en las lomas o en lugares marginales, un techo de zinc, latas y unos botes plásticos, de segundo uso, son el anuncio de la precariedad familiar de esos habitantes.

La ropa deshilachada del niño lustra botas, el que transita con manchas de betún en la cara y manos percudidas bajo el sol, es abismalmente distinta del muchachito que se levanta con pijama a elegir alguna bebida dulce y un bocadillo delicioso en el refrigerador, sin pensar nunca en cómo es que la nevera siempre está llena y a la orden de sus antojos.

Unos piensan en cómo pagar el arriendo de alguna vivienda miserable, otros discuten por el color o la marca de la cerámica que irá en los exteriores de su casa. Unas madres de familia han perdido la forma de los dedos de las manos en tantos quehaceres domésticos y otras ya no saben cómo cuadrar su agenda entre el spa, la sala de belleza y el gimnasio.

Unos padres son muy importantes detrás de sus empresas, cargos o títulos académicos, mientras otros viven la humillación diaria de sus pobres existencias entre necesidades y violencia.

Las brechas socioeconómicas siempre han existido, las brutales diferencias entre los que piden centavos a cambio de limpiar los parabrisas de los autos que se paran en un semáforo, y los que viajan en el automotor, con aire acondicionado y sobre asientos de cuero, también son ciertas.

Nada de esto se justifica, ni se compadecen con ninguna doctrina ni iglesia, en las que también se nota lo mismo, porque dependiendo del lugar donde se desarrollan estas actividades religiosas, se miran en los parqueaderos pagados, “para obras de la iglesia”, los vehículos de alta gama y último modelo que ostentan sus dueños.

Seguro Dios no es segregacionista, pero el hombre pensante debe generar conciencia de estas verdades y, sobre todo el gobierno, que sabe bien de esto, por todos los medios debe propiciar las posibilidades de desarrollo y promoción para sus habitantes más humildes, de lo contrario, seguiremos jugando el juego indolente entre pobres y ricos por años luz.